Mucho antes de ser elegido presidente de la República de Polonia, para el período comprendido entre diciembre de 1990 y diciembre de 1995, Lech Walesa, nacido en 1943, fue obrero. Se había formado como técnico electricista. A finales de los años sesenta logró un puesto en el Astillero Lenin, en Gdansk. Las condiciones del trabajo eran extremas. No tardó en sumarse al grupo que se proponía crear un sindicato independiente del control de los comunistas. En 1980 fue uno de los hombres clave en la fundación del sindicato Solidaridad; dirigió huelgas, protestas y estuvo preso en varias ocasiones; en 1983 fue reconocido con el Premio Nobel de la Paz, lo que le convirtió en una figura política mundial. Hasta que en 1990 ganó las elecciones. En efecto, de Walesa puede decirse que fue un presidente de origen obrero.
En alguna medida, aunque dos años más joven, la historia de Luiz Inácio Lula da Silva (1945), guarda cierta semejanza con la de Walesa. También provenía de una familia de bajos recursos. A los 12 años comenzó como limpiabotas. A continuación, hizo distintos trabajos. A los 14 años comenzó su historia como obrero metalúrgico. A finales de la década de los 60, Lula comenzó a participar en actividades sindicales, que constituirían la plataforma desde la que avanzó hacia la política y así, lograr en dos ocasiones, ser elegido como Presidente de la República Federativa de Brasil.
La propaganda de la dictadura venezolana tiene casi una década haciendo esfuerzos por posicionar a Nicolás Maduro como un “presidente obrero”. Miembros del PSUV usan una muletilla: “Nicolás Maduro, presidente obrero’. Pero, ¿Maduro fue un obrero, como Walesa o Lula? ¿Trabajó en una línea de producción o en el mundo de la construcción? En realidad, ¿qué sabemos de Maduro?
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Es probable que no haya en la historia política de Venezuela, un presidente, cuya infancia, adolescencia y juventud, esté envuelta en brumas, imprecisiones, afirmaciones y desmentidos, versiones distintas sobre los datos clave. Es evidente: la dictadura venezolana hace silencio sobre estas cuestiones: no se sabe con precisión dónde nació. Tampoco dónde transcurrieron los primeros años de su infancia. De su vida de adolescente de clase media, no hay mayores detalles, como tampoco de las razones por las que no estudió.
Se sabe, que luego de años en los que se desempeñó como conductor por su cuenta, ingresó en la plantilla del Metro de Caracas, donde se hizo parte de un sindicato. Anoten: nunca fue obrero. Lo que sí hizo, porque de ello hay testimonios de quienes eran sus compañeros de entonces, fue holgazanear. Rara vez cumplía con su deber: se las arreglaba para encadenar reposos médicos (bajas por razones de salud). Un flojo que, ya instalado en el poder, ha intentado fabricar una biografía, en la que las brumas informativas, las faltas, las ausencias en el trabajo, todo ese volumen de asuntos inexplicables, serían el resultado de actividades revolucionarias y operaciones clandestinas: no más que mentiras insostenibles.
Sin embargo, luego de este preámbulo, debo volver a la promesa contenida en el título de este artículo: ¿En qué consiste el mobiliario mental de Maduro? ¿Qué cosas habitan en su cabeza?
Detengámonos un momento en los años 2000 a 2006: Maduro era diputado a la Asamblea Nacional por el MVR. ¿Qué hacía en el Hemiciclo? Llegaba tarde a las sesiones y se dejaba caer en el sillón. A continuación, del bolsillo trasero de su pantalón gris sacaba la revistilla Gaceta Hípica, que leía y marcaba. Levantaba su cabeza para hacer chistes y volver a su asunto. Este episodio me sirve para avanzar una aproximación: Maduro es lo que conocemos en Venezuela como un manganzón: un poco tunante, un poco gandul. Frívolo. Ignorantón. Oportunista. Remolón. Ilegítimo. Un tonel vacío, listo para que otros lo llenen, lo ocupen, le susurren, le llenen de halagos y sugerencias, la cabeza hueca. Maduro es el sujeto manipulable por excelencia. Y a eso, a convencerlo de ciertas cosas, están abocados los miembros del enjambre que lo rodea: familia, asesores de confianza, funcionarios.
Maduro es, por ejemplo, el hombre que afirma haber recibido varios mensajes de Chávez, gracias a las diligencias de un pajarito intermediario: “Y de repente entró un parajito, chiquitico. Y me dio tres vueltas aquí arriba. Se paró en una viga de madera aquí. Empezó a silbar. Un silbido allí, bonito. Entonces yo me le quedé viendo. Y también le silbé pues. Si tú silbas yo silbo, entonces silbé. El pajarito me vio raro. Silbó un ratico, me dio una vuelta y se fue. Yo sentí el espíritu de él (Chávez). Lo sentí allí como dándonos una bendición”.
Es el que anuncia que un grupo de expertos, surgidos de un lugar innombrable, han viajado a Venezuela para inocularle un veneno. El que afirma que camina por el centro de Caracas, en compañía de Cilia Flores, por las noches. El que miente sin contención: “Cuando entregue la presidencia a un presidente o a una presidenta chavista, mi sueño es volver con mis compañeros del Metro, a volver a ser un obrero” (que equivale a anunciar que quiere volver a ser, lo que nunca ha sido; es decir, nadie). El que hace ruborizar a los suyos, por ejemplo, cuando dice que La Guaira le da “tres patadas” a Miami, y que Valencia (me refiero a la Valencia venezolana) le da “cuatro patadas” a New York.
Y es justo ese depósito sin fondo, esa condición de contenedor vacío, que ha escalado en el poder en la práctica de acomodarse a lo que sea, el enorme peligro que Maduro representa para Venezuela. Porque ese contenedor, despojado de sólida militancia; de biografía improbable; de conocimientos exiguos; ese Maduro de instintos básicos, se ha cargado de violencia. Él mismo ha usado el verbo de lo que ha ocurrido: le han inoculado, no de uno sino de dos venenos: el veneno del autoengrandecimiento, y el veneno del odio a todos aquellos que no se rinden a sus apetitos y voluntades.
Resumo: ¿en qué consiste el mobiliario mental de Maduro? Básicamente de autoengrandecimiento y odio.