La reforma judicial genera una mezcla peligrosa de expectativas idealistas y riesgos muy reales. La presentan como una solución a problemas tan graves como la corrupción y la falta de acceso a la justicia, pero la realidad es que está orientada a centralizar el control político sobre el Poder Judicial y no a resolver sus fallas estructurales.
Uno de los aspectos más preocupantes es la idea de elegir a jueces, magistrados y ministros mediante voto popular. A primera vista, podría parecer un paso hacia la democratización, pero en realidad, introduce una peligrosa politización en un espacio que, por su naturaleza, debe mantenerse alejado de las dinámicas partidistas. Esto podría derivar en situaciones donde grupos de poder, incluidos aquellos ligados al crimen organizado, influyan en la elección de jueces que respondan a sus intereses. La independencia judicial es esencial para que el Poder Judicial pueda funcionar correctamente. Cuando los jueces se ven obligados a participar en campañas electorales, su imparcialidad corre el riesgo de quedar comprometida, lo que podría llevar a decisiones que favorezcan intereses específicos en lugar de garantizar la justicia.
Además, la reforma no presenta mecanismos claros y efectivos para combatir la corrupción que dice querer eliminar. La elección popular de jueces no asegura que los más capacitados ocupen estos puestos, sino aquellos con mayor habilidad para conectar con el electorado o alinearse con los intereses dominantes. Esto no es una solución al problema de la corrupción, es una receta para perpetuarla bajo nuevas formas. Sin un enfoque claro en la transparencia y la rendición de cuentas, el sistema judicial podría convertirse en una extensión del poder político, debilitando la confianza ciudadana en la justicia.
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Otro punto crítico es la reestructuración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que pasa de 11 a 9 ministros, eliminando además las salas especializadas. Esta reducción no parece estar motivada por un deseo de mejorar la eficiencia, más bien responde a una intención de acumular más poder. Menos ministros significa menos diversidad de opiniones, justo en un momento en que el país necesita un Poder Judicial fuerte e independiente. Esta concentración de poder es preocupante, especialmente en un contexto donde la independencia judicial ya está bajo presión.
Más inquietante aún es que la reforma no aborda de manera significativa los problemas de fondo que han paralizado al sistema judicial mexicano: la impunidad y la ineficiencia. Los casos seguirán acumulándose, y la justicia continuará siendo lenta e inaccesible para la mayoría. La promesa de una justicia rápida y al alcance de todos se desvanece cuando se considera que la reforma podría paralizar aún más al sistema, en lugar de agilizarlo.
Lejos de resolver los problemas que enfrenta el Poder Judicial, esta reforma parece diseñada para consolidar el poder en manos de quienes ya controlan los otros dos poderes del Estado. Lo que está en juego es tanto la estructura de los tribunales, así como la salud de nuestra democracia.
La independencia judicial no es ni debería ser negociable, y cualquier intento por debilitarla debe ser resistido con firmeza. Nos quieren vender esta reforma como la solución a los males del sistema judicial, pero en realidad, podría estar creando una ilusión peligrosa que, lejos de mejorar la justicia, la somete a nuevas formas de control y manipulación.