Desde el inicio mismo del régimen, incluso antes de aquel 30 de noviembre de 2000, cuando un grupo de pacientes venezolanos fue enviado por Hugo Chávez Frías a La Habana -primer paso de la ristra de convenios entre Cuba y Venezuela que vendrían en los años siguientes-, ya se habían producido declaraciones llamativamente estridentes, que prefiguraban los que serían los lineamientos fundamentales de la nueva Política Exterior que establecería el Socialismo del Siglo XXI. Lo menciono aquí, porque esta Política Exterior se constituiría en la justificación de los convenios que los gobiernos de Chávez y Maduro han firmado con otros países, desde 2000 hasta ahora.
Esa “Política Exterior” se basa en un único precepto: el odio atávico, primitivo y falso en sus supuestos históricos, a Estados Unidos. Sobre el fundamento de una mentalidad retrógrada y enfermiza, cuya consecuencia ha sido nada menos que la devastación del país, Chávez, bajo el influjo directo e inescrupuloso de Fidel Castro, estableció una política exterior militarista (simultánea a la militarización del país y del sector público); de uso del recurso petrolero como herramienta de coerción política; de constante denuncia de todas las instancias internacionales que pudiesen exigir rendición de cuentas, especialmente en materia de Derechos Humanos (como ocurrió en septiembre de 2013, cuando Venezuela se retiró formalmente de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos); de creación de entes multilaterales alternativos como UNASUR o el ALBA que, aunque fallidos, fueron útiles para generar ataques propagandísticos a Estados Unidos y encubrir los avances del régimen de Chávez y Maduro en su desmantelamiento de la Democracia en Venezuela.
Cuando se leen los anunciados de la Doctrina Militar de la Revolución Bolivariana, que Chávez anunció en 2004, quedó dibujado de forma inequívoca, que el régimen se había propuesto como principio crear alianzas primordialmente con enemigos de Estados Unidos. Enemigos que lo son porque comparten, como Chávez y Maduro, un odio estructural a las libertades, al modelo democrático con todas sus implicaciones, como por ejemplo, el derecho a disentir y a la libertad de expresión.
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Esta mentalidad, la de una política fundamentada en ‘un estado permanente de tensión’, de recurrentes ataques verbales y distorsión de los hechos, ha sido la excusa, la simulación para que los convenios firmados con otros países, que son convenios entre naciones, por lo tanto, tienen un carácter eminentemente público, hayan sido envueltos en capas y capas de eufemismos, desinformación sistemática, secretismo y prácticas cada vez más sofisticadas de opacidad.
¿Por qué un Estado se dedica sistemáticamente a ocultar información que debería ser transparente y de acceso a cualquier ciudadano? La respuesta es obvia: porque ocultan hechos o intercambios que no son legales, por una parte; y ocultan que esos convenios han servido de plataforma para tramas gigantescas de corrupción, cuya extensión y alcance apenas conocemos.
Que el gobierno de Maduro haya actuado contra la red encabezada por Tarek El Aissami no significa que tenga un real interés en erradicar la corrupción: actuó contra una parcialidad de su estructura de poder, que fue pescada en labores de planificación para desplazar a Maduro, actual jefe de la banda. Esa es la motivación. Una lucha de poder entre partes de la misma mafia. Lo prueba una realidad evidente para la inmensa mayoría de la sociedad venezolana: el resto de las mafias militares y civiles siguen operando como siempre, igual de impunes, bajo la articulada protección de los organismos del Estado.
¿Qué tienen en común Rusia, China, Cuba, Nicaragua, Vietnam, Corea del Norte, Bielorrusia, Irán, el Ecuador de Correa, la Argentina de los Kirchner, la Bolivia de Evo Morales y la Turquía de Erdogan? Es evidente: son regímenes inscritos en las prácticas del mal político. Regímenes que quieren destruir la Democracia, destruir el derecho al voto, prolongarse en el poder de forma indefinida, evitar los controles y el deber de rendición de cuentas, liquidar toda forma de oposición, apresar, reprimir, torturar y matar a quienes disientan o rechacen el poder. Estos son los regímenes y gobiernos con los que Chávez y Maduro han firmado convenios desde el 2000 hasta presente.
¿Conoce la sociedad venezolana cuántos convenios son, país por país? ¿Conoce los contenidos de cada uno de esos convenios? ¿Están disponibles en las páginas web de los organismos públicos correspondientes? ¿Se sabe qué compromisos financieros han significado para la nación venezolana? ¿Cuánta de su producción petrolera ha costado hasta el presente y cuánta de su producción futura está comprometida hacia los próximos años? ¿Sabemos cuáles son los beneficios tangibles y efectivos que han traído al país esos convenios? ¿Se ha explicado por qué son tan recurrentes los convenios militares? La compra de armas, ¿a qué países, qué armas y por cuáles montos? ¿Bajo qué mecanismos se han escogido los contratistas de estos convenios con otros países? ¿Cuántos Alex Saab más hay, cuántos Álvaro Pulido más? ¿Se ha informado en qué consiste la función de Padrino López en la compra de armas a Rusia? ¿Existen informes técnicos que justifiquen esas compras específicas y no otras?
La respuesta a estas y otras preguntas relevantes es: no sabemos nada. Nada. Absolutamente nada de lo que hay en esa gigantesca caja negra de los convenios con otros países. Abrir esa caja negra y poner luz sobre ella será una de las tareas fundamentales que tendrá que afrontar el gobierno que encabezará Edmundo González Urrutia. Cuando ello ocurra, ante los ojos estupefactos de los venezolanos, se desplegarán unas nuevas dimensiones de la realidad de estos años: las de unos flujos internacionales de la corrupción, que no tienen antecedentes en el mundo.