La imaginación es terrible cuando uno está acostumbrado a crear los escenarios más fatalistas. Aunque tengan una probabilidad ínfima de ocurrir, aquellas versiones de la realidad donde lo peor sucede, son las que extrañamente abrazamos con más fuerza. Destinamos mayor tiempo en esculpir las tragedias.
En aquel tiempo de pánico, le dedicamos nuestra energía al caos, a la destrucción más terrible, a las rupturas más dolorosas y profundas; abrazamos un dolor que no ha llegado, pero que, según nosotros y nuestra alterada certeza, puede aparecer en cualquier momento.
Enfrentamos la desdicha imaginaria, hacemos una lista completa de terribles acompañamientos; canciones tristes escoltan la escena, baladas infelices que nos conminan a mirar al vacío, hipnotizarnos del dolor que nos produce ver tan adentro; reflejar nuestra peor versión, la más maltrecha, sucia, herida que podamos ver, esa es la que distinguimos con desprecio, culpándonos de aquellos tropiezos que nos llevaron hasta aquí, silenciando la validación y el reconocimiento de aquello que hicimos bien, de aquel dolor que estamos viviendo.
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Corremos de un lugar a otro, sin la cabeza puesta en su lugar, con la esperanza destrozada, enceguecidos del miedo de perder, de que el dolor duela más de lo que duele ahora; incapaces de ver que hay otro horizonte más allá del fatalismo, que existen algunos futuros más alentadores que también pueden ocurrir, que, en muchas ocasiones ganan la batalla y se consolidan en el ahora.
Abrazar la esperanza
Pese al cariño que le tenga nuestra mente al fatalismo y al deseo que busquen adquirir nuestros demonios de alcoba e inseguridades, a la creación de terribles escenarios, existe también la posibilidad de que gane la esperanza.
En múltiples ocasiones nos vemos envueltos en un devenir que día a día aumenta, hasta crear un vértigo tan intenso que nos termina consumiendo de a poco; haciéndonos perder la sensatez, abrazar la desdicha y el dolor, que, pese a que sea bastante seductor, se va filtrando dentro de nosotros hasta hacer que nos desbordemos por dentro. Peor, cuando abrazamos un escenario doloroso de un futuro que no existe aún.
Por más probable que sea, nada es real hasta que sucede, aunque nuestra mente se la pase trabajando en la creación de escenarios terribles para ahorrarnos un duelo, terminamos construyendo realidades que no llegan a ser, que fenecen ante lo que realmente pasa, que, en múltiples ocasiones, no es tan terrible como lo pensamos.
Imaginamos lo peor, le dedicamos muchísimo tiempo al pánico como si de una competencia se tratara, ver quién puede crear lo peor. Nos quedamos varados entre aquellas escenas inventadas por nosotros mismos, en el mundo de la fantasía, perdemos la brújula en lugares peligrosos que nos empujan al sufrimiento previo.
En vez de abrazar el dolor, un dolor que no ha llegado, tendríamos que ver la forma de motivarnos a ver aquellas escenas construidas desde la esperanza, que también pueden suceder, aquellas que nos motiven a dejar de ver el abismo, apartar la mirada del dolor y la culpa, abrazar aquello bueno que hemos hecho para que el mejor escenario llegue; dejar que el tiempo pase y que el barco del mañana recomponga el ahora. Saber todo lo que puede pasar, pero sostener con fe lo bueno que puede ser.