Los campos de la costa de Chiapas dan testimonio del fervor agrícola: mangos ataulfo y futuros rambutanes tiñen de amarillo y rojo los verdes perpetuos, mientras que los cafetales y plátanos escalan en hileras meticulosas hasta perderse de vista bajo la sombra del volcán del Tacaná. Este gigante dormido, señor de las alturas, vigila incansablemente las labores y los días de sus habitantes.
En estos pueblos, cuyo ritmo de vida se acompasa al del sol y las lluvias repentinas, la gastronomía es un festín diario. He probado el pozol robusto y reconfortante, el chocolate oscuro y profundo, panes recién horneados en Tuxtla Chico, tamales envueltos en hojas que susurran secretos al oído.
Con el declinar del día, el sol se hunde lentamente en el horizonte, tiñendo de naranjas y violetas el cielo sobre la frontera sur de Chiapas. La caída de la tarde trae consigo un cambio en el ambiente; las calles se llenan de las risas de los niños que juegan entre los puestos de frutas y los vendedores que anuncian helados, atole champurrado, pan y otros productos que recuerdan tiempos más antiguos.
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El aire se carga de los aromas del jazmín y el humo de leña, mientras las familias se congregan en torno a fogones para preparar la cena. Los ancianos, en sus sillas frente a las casas, comparten historias del pasado, de tiempos cuando el café y el banano no eran solo cultivos, sino parte de la identidad misma de esta región. Entre sus palabras, flotan leyendas de espíritus y seres encantados que supuestamente habitan las selvas y montañas cercanas, custodios de la naturaleza y sus secretos.
Mientras tanto, los jóvenes se reúnen en las plazas de cada pueblo como Tapachula, Unión Juárez, Cacahoatán, Suchiate, Tuxtla Chico o Metapa, mezclando música moderna con la tradicional marimba, creando un puente sonoro entre generaciones. No es raro ver a algún danzante que, espontáneamente, comienza a moverse al ritmo de la música. El traje cotidiano tiene los colores del campo y los sonidos del atardecer.
La vida aquí, aunque marcada por el trabajo duro en los campos y las inclemencias del clima, lleva consigo una serenidad contagiosa. Es un mundo donde cada elemento, desde el volcán hasta el más pequeño arroyo, desde el mango más dulce hasta la brisa más leve, teje una conexión espiritual.
Cuando finalmente llega la noche, el cielo se despeja y las estrellas aparecen en multitudes, como si cada luz fuese un eco de las vidas que palpitan abajo. En estos momentos, bajo la vasta cúpula estrellada, los habitantes de estos pueblos fronterizos se sienten parte de algo más grande, un mapa de historias, sueños y tradiciones que se extiende mucho más allá de las montañas y campos que los rodean.
Así, en un entorno de belleza natural y cultural rica, las jornadas se suceden, cada una narrando la crónica viva de una tierra robusta y sus gentes amorosas, un lugar donde el pasado y el presente se encuentran y dialogan bajo la mirada inmutable del Tacaná.