A través de los siglos, la democracia ha evolucionado más allá de un simple mecanismo de gobierno para convertirse en un modo de vida, en una experiencia comunicativa compartida que trasciende barreras y une a las personas en un tejido complejo de intereses compartidos, comunes, públicos. La verdadera democracia, no se mide por la eficacia con la que se ejerce el poder, sino por la calidad y la profundidad de la participación y de la deliberación que nutre la formación de valores y decisiones colectivas. Esas que a todas y todos nos atañen al versar sobre lo público, entendido claro, como un espacio común y compartido.
La democracia sustancial, no puede entenderse sino como cimentada sobre el reconocimiento de que cada acción y decisión tiene repercusiones que van más allá de las personas y que, por tanto, cada voz merece ser escuchada y cada perspectiva, valorada y apreciada.
Así, en modo necesario e ineludible, debe ser un medio para alcanzar los fines de las relaciones humanas y el libre desarrollo de la personalidad, se enfrenta actualmente a un fenómeno que distorsiona su esencia: la posverdad. En la era de la información digital, las verdades se diluyen entre oleadas de datos no verificados, afectando no sólo la toma de decisiones informadas sino también, el valor intrínseco que se contiene en el diálogo democrático.
Te podría interesar
En el torbellino de la posverdad, la democracia debe reafirmarse como el sistema más eficiente para promover y proteger las libertades individuales, a través de procesos dialógicos que garantizan la aplicación efectiva de principios comunes y compartidos, en el ámbito público. La infodemia digital, sin embargo, desafía este sistema al inundar a la ciudadanía con una sobrecarga de información, dificultando la identificación de lo que es veraz y relevante.
Sin embargo, ante este oscuro y desolador panorama, se vislumbran estrategias que pueden servir al eficaz fortalecimiento del carácter democrático de nuestra convivencia social y política, salvaguardando los principios y valores que han definido nuestra existencia colectiva.
Por ejemplo, la educación cívica debe ser revitalizada para fomentar un pensamiento crítico y una ciudadanía informada que pueda discernir entre la verdad y la deliberada manipulación. Las instituciones, por su parte, deben comprometerse a promover la transparencia y a combatir la desinformación sin menoscabar las libertades y los derechos de todas las personas.
En adición a ello, las instituciones relevantes deben generar políticas públicas enfocadas en crear mecanismos de verificación de información y fomentar la alfabetización digital y mediática en todos los niveles educativos. La tecnología puede ser una aliada en este esfuerzo, proporcionando herramientas para que las y los ciudadanos, podamos verificar los hechos y acceder a información confiable. Además, es imperativo que se fomente una cultura de responsabilidad en las plataformas digitales, donde la calidad del contenido y la veracidad sean la norma y no la excepción.
Finalmente, en una democracia amenazada por la posverdad, cada persona debe ejercer su responsabilidad cívica no sólo como consumidor de información sino como participante activo en la creación y distribución de un discurso colectivo que sea auténtico y constructivo.
Este compromiso colectivo con la verdad y la transparencia es la mejor medida preventiva y paliativa contra las exposiciones y peligros de la desinformación y la superficialidad. De cara a las elecciones que habremos de experimentar en breve en nuestro país; el presente, no es sino un vehemente llamado a no dejarnos engañar y a considerar que la democracia, no es sólo un mecanismo para elegir representantes, sino una forma de vida en la que cada persona se compromete con la búsqueda colectiva del conocimiento, la sabiduría y la verdad, trascendiendo la inmediatez de la era digital para forjar una sociedad que se valore, aprecie y guíe por la autenticidad, la profundidad y la integridad.