Anteriormente reseñé el reporte OXFAM para México. Su diagnóstico es que los 14 mexicanos que poseen más de mil millones de dólares cada uno han acumulado esas inmensas fortunas por dos mecanismos: herencia y favoritismo del estado. La privatización de empresas públicas, concesiones opacas para aprovechar bienes públicos, contratos multimillonarios, un régimen fiscal a modo entre otros han transferido enormes recursos públicos a un grupúsculo enormemente favorecido. Además, ha habido salvamentos de todo tipo antes sus errores financieros y desastres ambientales.
A partir de ese diagnóstico OXFAM propone revertir la tendencia; impuestos relevantes a esas grandes riquezas emanadas del usufructo de lo público y favorecer el incremento del ingreso de los trabajadores. Mayores impuestos permitirían contar con un Estado fuerte, capaz de proporcionar servicios básicos dignos en cuanto a salud y sistema de cuidados, educación, infraestructura hospitalaria, educativa y de transporte, seguridad pública y hacer efectivo el derecho a la nutrición.
En la actual administración se ha avanzado en la materia revirtiendo tendencias anteriores. Mejor cobro de impuestos; negociaciones salariales que con el apoyo gubernamental se tradujeron en incremento del ingreso real; mayores transferencias sociales que mediante múltiples programas por lo menos alguno de ellos beneficia a cerca de 25 millones de familias.
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Y, sin embargo, no basta. México sigue teniendo una de las recaudaciones tributarias más bajas de los 38 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos; de hecho, menos de la mitad del promedio general. Tenemos un estado resignado a la pobreza franciscana y, aparte de las transferencias, es muy deficiente al proporcionar servicios de salud, educación y bienes públicos. El incremento salarial aún no llega a la mitad del ingreso real que representaba hace 45 años y la mayoría de los trabajadores son informales, sin condiciones laborales dignas.
Según el CONEVAL el 37.8 por ciento de la población trabajadora sigue sin ingresos suficientes para adquirir la canasta alimentaria básica; mucho menos para otros gastos. El 65.7 por ciento de los mexicanos sufre por lo menos una carencia básica. La pobreza extrema no ha disminuido y alcanza a más de 9 millones de mexicanos. El acceso a la salud ha empeorado notablemente; ahora el 39 por ciento de la población, más de 50 millones no tiene acceso a la salud y cualquier enfermedad, accidente, embarazo o vejez hunde a las familias en la miseria.
La perspectiva no es buena. El gobierno ha llegado a los limites del gasto público y si bien ha elevado el gasto social se ha descuidado la promoción del crecimiento económico. Cuatro o cinco obras de infraestructura de muy alto costo absorben casi la totalidad del esfuerzo.
Es decir que lo fundamental del impulso al desarrollo económico y el empleo se deja en manos del sector privado. Solo que el abaratamiento del dólar como eje del combate a la inflación está causando estragos en buena parte de las empresas que enfrentan la competencia de importaciones abaratadas y, si no quiebran, reducen su margen de utilidad y la posibilidad de ahorrar y reinvertir.
Así que la posibilidad de crecimiento queda en manos del “nearshoring”, un incremento de las inversiones provenientes del extranjero. Las que se localizan según el reciente estudio del Instituto Mexicano de la Competitividad -IMCO-, en rubros asociados a la globalización y regiones selectas del centro y norte del país y, por lo menos en parte, en inversiones en la compra de empresas mexicanas con la consecuente mayor desnacionalización del aparato productivo. Recordemos, además, que las anteriores oleadas de globalización destruyeron vastos sectores de la producción interna convencional.
Frente a este panorama hay que recurrir a otra de las propuestas del informe OXFAM, en mi opinión la de mayor potencial: “una fuerte apuesta por la economía social y solidaria”. Se trata de desatar el enorme potencial productivo que el modelo económico ha convertido en inoperante debido a que no es competitivo en el mercado nacional – globalizado.
Esto último se puede ilustrar con ejemplos concretos. Hace décadas existían decenas de miles de microempresas productoras de huevo que operaban con apenas unos cientos de gallinas cada una. Fueron desplazadas por las gigantescas unidades industriales de centenares de miles de aves cada una. Miles de pequeñas y medianas empresas textiles, de vestido y calzado quebraron ante la avalancha de importaciones. Igual ha ocurrido con fabricantes de muebles, utensilios de cocina, materiales de construcción, alimentos y dulces regionales. La producción rural en general se ha deteriorado, pocos son los productores minifundistas, no es rentable la economía de traspatio la competencia desleal nos agobia, al grado de que somos ahora los mayores importadores de maíz, lácteos y productos carnícolas que con frecuencia son prácticamente desechos de otros países.
Esa riqueza de capacidades productivas puede reactivarse en un contexto apropiado. Toda la canasta de consumo adecuada para una vida digna para la población excluida de los beneficios de la globalización podría generarse en empresas dispersas en todos los pueblos, barrios y el sector rural del país. Son empresas operativamente viables, pero no competitivas. Un problema que ahorca sus capacidades productivas, y las del país, pero que se puede resolver en el contexto de una economía social y solidaria pensada a lo grande. Al tamaño de los requerimientos de la mayoría de los mexicanos para los que la globalización, el nearshoring y los grandes corporativos no ofrecen empleo e integración al empleo formal.
Solidaridad en el sector social significaría el compromiso de que los no competitivos en el mercado globalizado se compren los unos a los otros. Reactivar este enorme potencial de producción y empleo requiere una importante instrumentación administrativa. Multiplicar las tiendas y almacenes regionales de Diconsa para cubrir todo el país, incluso las ciudades. Canalizar la demanda generada por las transferencias sociales hacia ese sistema de distribución y, gradualmente, a lo largo del siguiente sexenio, incrementar las compras nacionales, regionales y locales del sistema Diconsa al tiempo que se amplía el rango de productos (vestido, calzado, materiales de construcción, insumos productivos, por ejemplo).
También gradualmente instrumentar que esas compras se adquieran mediante medios de pago que lleven a demandar productos del sistema. Es decir que todo proveedor del sistema de comercialización social este comprometido a demandar en el mismo.
De este modo los productores que no sean competitivos en dólares o pesos en el mercado nacional globalizado, podrán serlo en el marco de un sector social de la economía caracterizado por la solidaridad entre productores. Lo cual ampliaría la libertad de productores y trabajadores para operar en el mercado nacional globalizado, o en el mercado social, o en ambos a la vez en la medida de su libre decisión y capacidades.
Una fuerte apuesta por la economía social y solidaria generaría empleo, producción y consumo básicos y sustentaría una nueva relación ganar - ganar entre el sector social, el Estado y la economía globalizada. Está ultima sería proveedora de insumos y equipos productivos que no tendrían que ser de tecnología de punta, más apropiados a sus actuales capacidades productivas. El sector social generaría un importante abasto para el consumo de los trabajadores formales. Y el gasto público sería mucho más eficaz.