Es urgente que reconozcamos que nuestra casa común está en grave riesgo de derrumbarse por las violencias, la polarización y la profunda desigualdad.
Que los habitantes de los pisos altos con luz, vista al mar, baños con agua corriente y caliente, aire acondicionado; que gozan de servicios de salud y educativos de primer mundo y consumen alimentos y bebidas variadas y en exceso y se transportan en grandes camionetas negras y se coluden para decidir cómo se administra ese espacio de vida colectiva, no podrán seguir haciéndolo en una casa común que avanza hacia el precipicio.
Las instalaciones de energía de esa casa están llenas de cortos circuitos, por sus tuberías corre sangre y en sus cimientos yacen miles de cadáveres producto de muertes violentas, feminicidios, suicidios de jóvenes, muerte y desaparición de migrantes.
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Los millones que habitan los pisos bajos y los sótanos sufren desnutrición, enfermedades, adicciones provocadas por la avaricia; viven en cuartos hacinados, con escaso acceso al agua; tienen trabajos precarios, mal pagados o no tienen trabajo; pasan horas amontonados en transportes con largos recorridos por la desastrosa urbanización; están sujetos a abusos de la delincuencia común y de las bandas de crimen organizado que los reclutan o los desaparecen para el boyante mercado de seres humanos, especialmente de mujeres y niñas, niños y adolescentes.
La estructura básica de esa casa en común ya no funciona, está corroída, cuarteada, padece de una corrupción e impunidad profundas, de pactos mafiosos donde unos cuantos se benefician y se enriquecen para poder habitar los pisos altos o llevarse sus riquezas a otros países.
Es una estructura con capacidades disminuidas para dar acceso a servicios de salud, de educación, a una alimentación suficiente y de calidad, a servicios básicos de agua, a viviendas dignas, a la justicia, a la seguridad y a la preservación del medio ambiente y los recursos naturales que forman parte de nuestra casa común.
Urge construir un nuevo proyecto colectivo de casa común, donde los habitantes de los pisos altos escuchen y dialoguen con los que habitan los pisos bajos y los sótanos; que nos reconozcamos como seres humanos con igual dignidad y derechos. Que los primeros estén dispuestos a disminuir sus privilegios, a contribuir con sus riquezas y altos ingresos para reducir la brutal desigualdad y la pobreza de millones.
Un proyecto donde las unidades familiares puedan recuperar su papel de socialización primaria de los nuevos habitantes de la casa, sin violencia y con una perspectiva de cuidados compartidos. Donde se desarrollen nuevos entramados de vida colectiva que propicien el acceso al bienestar, a la justicia, a la seguridad, a la reparación de los daños causados a miles de víctimas, así como a recibir a los millones de personas que se ven obligadas a migrar para transitar o compartir nuestra casa común.
Necesitamos desarrollar nuestra capacidad de escucha y de diálogo en un entorno de paz para reconocernos como iguales, recuperar el sentido de lo sagrado de la vida y nuestra calidad de personas dignas e iguales.