Cuarenta años nos tomó avanzar en la instauración de un régimen democrático donde el voto de la ciudadanía contara y se contara bien, se reconocieran los derechos humanos en toda su amplitud y se crearan organismos autónomos especializados para evitar la centralización del poder, así como el capitalismo de cuates.
Lamentablemente los cuarenta años desde 1977 que duramos haciendo ajustes a nuestros procesos electorales y a la distribución del poder político, coincidieron con el retorno de la ortodoxia económica en los países de occidente, la imposición de la globalización y el paso del capitalismo industrial al capitalismo financiero.
En nuestro país, a esto se sumó la persistencia de la corrupción, nuestro mal endémico, así como la depreciación del valor del trabajo por la vía de la contención de los salarios, que condenó a millones de familias a la precarización de sus niveles de vida. La ortodoxia económica, que aún persiste en México, ha sido además acompañada hasta la fecha, por un deterioro del salario social al reducirse el gasto y la inversión en servicios públicos esenciales de salud, educación y protección social.
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Es decir, avanzamos en una democracia electoral y en el acotamiento del poder político, pero descuidamos que esos avances se reflejaran en la vida cotidiana de millones de mexicanos y mexicanas que continuaron siendo testigos de la corrupción y del abuso de los recursos públicos que caracterizan, hasta la fecha, al mundo de las personas que viven de la política.
Tristemente al aprovechar los avances democráticos logrados, un liderazgo carismático que prometía acabar con la corrupción y escuchar y representar la voz del “pueblo”, se hizo del poder y nos ha llevado a una crisis constitucional que erosiona las bases de la República, nos sitúa frente a una dictadura populista y compromete el futuro del país en el entorno internacional.
Para imponerse elevó los salarios y distribuyó dinero a manos llenas mediante una política social neoliberal de transferencias monetarias sin condicionamientos.
Seis años les tomó a los discípulos del PRI acompañados con algunos integrantes de izquierda, recuperar lo perdido: el poder sobre todas las y los mexicanos, ahora bajo nuevas siglas MORENA.
En especial, durante los últimos ocho meses aceleraron el paso para eliminar cualquier contrapeso al poder supremo en manos de la presidencia de la República. Ellas y ellos son los buenos, representan al pueblo, argumentan que nunca harán daño con ese poder. Se piensan quedar con éste, por lo menos, los próximos 50 años.
Sin embargo, la sobrerrepresentación lograda en las cámaras del Congreso, la imposición de la elección de los ministros, jueces y magistrados por voto popular y la supremacía constitucional procesada en los congresos en menos de dos días, nos confirman que sus promesas son falsas y que hacen uso de todo tipo de presiones para conseguir lo que buscan.
Las y los políticos profesionales en los organismos electorales, en los congresos y en los poderes ejecutivos por no perder sus privilegios, están dispuestos a destruir a la República. La corrupción no está sólo en los poderes judiciales.