Recuerdo que el primer juez que conocí en mi vida fue iniciando la carrera de derecho en la UNAM. En ese tiempo, trabajaba en el Fondo de Cultura Económica vendiendo libros de escritorio en escritorio, de oficina en oficina, recorriendo calles y calles. Todavía alcancé a conocer los juzgados de la cárcel de Lecumberri, y allí me acerqué a la oficina de un juez, quien me preguntó qué se me ofrecía.
Me invitó a pasar a su oficina. Él vestía una toga negra impecable y me recibió muy amable cuando le indiqué el motivo de mi visita. Me compró muchos libros, y mi portafolio quedó vacío. Me percaté de que él había leído una de las obras que más me había impactado desde muy joven, “Los hijos de Sánchez” de Oscar Lewis. El volumen describía la vida de personajes de barrio, muy pobres, pero llenos de riqueza humana.
Estaba feliz de haber conocido, en persona, a un juez y, además, muy culto. Me impresionó su sencillez. Con el tiempo, lo sigo recordando con afecto.
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Como estudiante empecé a litigar y a conocer las Juntas de Conciliación y Arbitraje. Fue hacia 1977, cuando los tribunales funcionaban de verdad. Recuerdo que presentaba la demanda laboral por el despido de un trabajador y, en menos de dos meses, tenía la primera audiencia. Ya desde entonces se decía que las Juntas deberían desaparecer y dejar, en su lugar, jueces para que la justicia fuese imparcial.
Empezaba a asesorar a sindicatos para su registro y, recurrentemente, me los negaban por ser independientes o no estar afiliados a ninguna central obrera. Eran tiempos difíciles, porque la justicia laboral dependía del presidente de la República, del regente del Distrito Federal (así se llamaba al jefe de gobierno de la Ciudad de México), y de los gobernadores de los Estados.
Con el tiempo, me convencí de que las Juntas de Conciliación y Arbitraje deberían desaparecer, porque en materia colectiva se hacía todo lo posible para evitar que los trabajadores tuviesen su propio rumbo. Sin embargo, debo admitir que conocí a muchos funcionarios probos y sabios, a los que recuerdo con afecto.
Las mecanógrafas fueron mis maestras, unas señoras dulces y a veces enojonas. Eran las que me regañaban y hasta en voz baja me orientaban cómo formularle preguntas a un testigo. No sé si lo hacían porque apenas alcanzaba los 20 años de edad. Aprendí de ellas más que de mis profesores de derecho.
Cuando en 2017 se reformó el artículo 123 constitucional para que aparecieran los jueces como garantes de justicia, yo fui de los que desconfié de ese cambio. La figura de ese juez sabio que conocí de joven no era la misma que concebí años después. Quienes impulsaban la llegada de los señores de la toga eran los juristas de cuello blanco y almidonado, y los que repudiaban una justicia imparcial.
Criticaban el carácter tutelar de la ley federal del trabajo y que se protegiera demasiado al obrero. Su afirmación no era tan cierta porque ya la justicia laboral se había convertido en una burla, al ofrecer una reinstalación falsa para que el trabajador tuviera la carga probatoria y volviera a ser despedido. Ganar el juicio de un asalariado era (es) toda una travesía.
Así empezó una especie de fiesta en el mundo laboral. A los que trabajaban en las Juntas de Conciliación los dejaron con su millón de expedientes y tres centavos para atenderlos. Pagaron al escaso personal con salarios míseros y muchísimo trabajo, y empezaron los concursos para la elección de jueces.
Muchos desconfiaron de cómo transitaba el cambio. La mayoría de los jueces llegó con experiencia de otras ramas del derecho. Civilistas, mercantilistas, familiaristas, penalistas o administrativistas, querían hablar el lenguaje del derecho laboral a su modo. Esos nuevos “laboralistas”, empezaron una corriente para construir la llamada justicia de iguales para desiguales.
Empecé a conocer a algunos jueces que me sorprendían por su desconocimiento del derecho laboral. Me recordaban a algunos de mis alumnos, quienes apenas lograban aprobar los exámenes y, después de hacerlo, se olvidaban de lo que habían aprendido. Una juzgadora llegó a decir que no había diferencia entre el apartado “A” o “B” del artículo 123 Constitucional. O que todo organismo descentralizado es competencia de los polvosos tribunales burocráticos y no de los nuevos juzgados laborales.
Apenas el 28 de diciembre pasado (el día de los inocentes), conocí a un “Juez de Distrito Especializado en Materia de Trabajo” de nombre Roberto Ariel Rodríguez Vázquez, quien, en una audiencia de conciliación por el emplazamiento a huelga del Sindicato Independiente de la Universidad Autónoma Metropolitana, con el número de expediente 1407/2023, nos dijo que sólo podíamos tener derecho al uso de la voz una sola vez. Por más que insistimos en expresar el motivo de la controversia, siempre respondió que era mejor que no se hiciera, bajo el “argumento” de que podría crear un mayor conflicto (¡!).
Al protestarle al Juez que él carecía de facultades para limitar el uso de la palabra en una audiencia de conciliación, mencionó que era moderador de la misma y, por ese hecho, lo podía hacer. Cuando le exigí que fundamentara su actuar, no me respondió, siguió buscando agendar una nueva fecha.
Existen jueces, cuya toga les queda grande, que llegan y pegan con el mazo fuerte en su escritorio, como para impactar y amenazar con imponer “hasta la cárcel” (así dicen), si lo consideran conveniente, a quien altere el orden en su juzgado.
Hay horas en este amanecer de 2024 que veo con preocupación, al mismo tiempo que observo al árbol de la justicia que recientemente se diseñó y que tiene ramas que se empiezan a torcer.