Cuando aún no salía de la universidad, conseguí unas prácticas laborales en el equipo de un diputado federal. Mis funciones consistían, entre otras, en apoyar las reuniones de la comisión que el diputado presidía, lo que significaba básicamente alistar la sala, tomar notas y servir café. Solía participar un político de muchos años, exsecretario de Estado, exgobernador; un señor poderoso a quien todos rendían pleitesía, aplaudían e intentaban caerle bien. En una ocasión, al verme, me sujetó del brazo y se dirigió a mi jefe: “qué bien te la tenías guardadita, ¿eh? La próxima vez que quieras que te firme algo, quiero que me la mandes a ella” y me soltó tras unas palmadas en la cadera. Todos en la sala rieron, mis compañeros, mi jefe, los otros diputados y sus asesores; yo sonreí, le serví el café, y salí de la sala antes de que me ganaran las lágrimas de rabia. En privado, algunos compañeros me dijeron después que les había parecido “inadecuado”, “incómodo”, “incorrecto”, pero todos habían reído e incluso mi jefe bromeó con que quizá yo preferiría trabajar en la oficina de aquel diputado poderoso, ya que “seguro avanzaría más rápido”. La legislatura terminó poco después y con ella, mi trabajo en esa oficina; pero en cada nuevo espacio de trabajo me encontré con escenas similares, hacia mí o mis compañeras: jefes –directos o no– que les hacían comentarios sobre sus cuerpos, insinuaciones, invitaciones a salir; que las abrazaban, acariciaban o besaban la cara sin que ellas pudieran más que emitir una sonrisa tensa e intentar salir de esos espacios lo más rápido posible.
El caso de la agresión contra Jenni Hermoso, jugadora de la selección nacional española de futbol y campeona del mundo, puso de nuevo en la mira de los medios una conversación que nosotras no dejamos de tener constantemente: ¿nos van a creer? ¿Me van a creer que yo quería decirle que no, pero es mi jefe y tuve miedo de represalias? ¿Me van a creer que sí lo abracé, pero no quería que me besara? ¿Me van a creer que, aunque sonreí, no me estaba gustando lo que pasaba? ¿Me van a creer que yo no quería, no lo busqué, no lo provoqué, no lo incité? ¿Me van a creer que si denuncio, no lo hago por por fama, o por dinero, o por joderlo, o por loca, o por histérica? ¿Me van a creer? Y nosotras no dejamos de tener esta conversación porque estas cosas no dejan de pasarnos, no dejamos de enfrentarnos a hombres que consideran que nuestros cuerpos son accesorios para sus deseos, para sus celebraciones, para sus desahogos.
En los primeros días tras las imágenes de la agresión de Rubiales a Hermoso, hubo muestras de apoyo por parte de compañeras y en general de la sociedad; sin embargo, una especie de confusión permanecía en la conversación en medios y en los cotos de poder ¿es una agresión si sucede porque están muy felices y emocionados? ¿es agresión si ella lo abrazó antes? ¿es agresión si se llevan muy bien y son amiguísimos? ¿es agresión si estamos en una discoteca y ella lleva una minifalda con la que se ve tremenda? Este video de un programa español muestra la estupefacción de cuatro hombres al enterarse que no pueden tocar a las mujeres sin consentimiento y punto.
El discurso de no-dimisión de Rubiales rompió entonces el dique de rabia e indignación, las compañeras de Jenni Hermoso lo dejaron claro, se acabó, basta ya de estos señores que nos agreden y luego se dicen perseguidos por que nos defendemos. Si hace algunos años el #MeToo nos permitió desahogarnos frente a una realidad que nos sucedía a todas, el #SeAcabó va más allá, promete resistencia y exige consecuencias, reparación.
Rubiales es únicamente un síntoma. El problema, estrictamente, no es él, así como no es la portada del Diario AS, que responsabilizó a Jenni Hermoso por las consecuencias que correspondían; tampoco es su madre encerrándose en huelga de hambre y los medios que dan altavoz al discurso de que exigir cumplimiento de protocolos es una cacería. El problema es un sistema misógino y machista, que cuestiona y disciplina a la mujer que se atreve a hablar, a quejarse, a contradecir a un hombre poderoso; el problema es un sistema donde la posverdad permite que un organismo como la Federación comparta un comunicado con imágenes retocadas como “pruebas”; el problema es el clasismo de que un jefe crea que es excusable que les pida besos a sus subordinadas; el problema es, como dice la enorme Gemma Herrero, que estamos rodeadas de Rubiales.
Si algo nos está demostrando este caso es que el pacto patriarcal no se rompe, que los aliados se acobardan. El #SeAcabó no se refiere a que vamos a acabar con las agresiones, lo que se acaba es nuestro silencio, el quedarnos calladas para no aguar la fiesta, sonreír sorprendidas y bajar la mirada, reírnos por no saber qué hacer. Estamos hartas, estamos rabiosas, y ya no tenemos miedo, se acabó.