Durante siglos, las mujeres fueron excluidas de la política. Se les apartó de las posiciones más relevantes de poder. Padecieron el rechazo de varios sectores de la sociedad. Se les ha violentado políticamente. Se les sigue atacando. El objetivo es claro: menoscabar o anular sus derechos político-electorales, lo que incluye el ejercicio de cualquier cargo público.
Cierto es que se han registrado avances muy importantes para revertir esta situación. Pero la realidad del machismo incrustado en nuestra cultura dificulta a las mujeres el cambio que por justicia les corresponde. La violencia contra la mujer, por ser mujer, sigue presente en todos los espacios. La tolerancia política frente a las agresiones, también.
Los innumerables diagnósticos, acciones y proyectos realizados para erradicar el problema corroboran que no existe la total voluntad política de resolverlo de manera tajante y a fondo. No sólo eso. Las instituciones gubernamentales encargadas de la defensa de los derechos de las mujeres parecen ajenas y distantes. Las electorales, se perciben débiles.
La posibilidad de poner freno a esta injusticia se abre con un gobierno feminista, encabezado por una mujer. El paradigma es claro. Elegir a una presidenta favorecería las condiciones del verdadero cambio: con una visión transversal, realizando los ajustes jurídicos y culturales que aún se requieren y con acciones soportadas con el enorme poder que tiene el Estado.
Sin embargo, el giro de 180 grados que se necesita no se daría en forma automática por el suceso histórico de elegir a la primera presidenta de México. De hecho, la mayoría de los gobiernos de mujeres, sin importar el espacio geográfico que tengan bajo su responsabilidad, han demostrado que no hay diferencias notorias si se les compara con el de los hombres.
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Aún más. Se ha creado una larga serie de mitos en torno a las capacidades, habilidades y sensibilidades de las mujeres. Los valores, ventajas y atributos que se les asocian se justifican por ciertas diferencias naturales que, si bien son ciertas, no tienen ningún peso significativo cuando se ejerce el poder. ¿Por qué? Porque el ejercicio del poder no las distingue.
A la hora de ejercer el poder, mujeres y hombres procedemos con los mismos métodos. Trabajamos por intereses, objetivos y metas. Y, a la hora de decidir, lo que importa es el cumplimiento de lo que una o uno se ha propuesto. Todas y todos recurrimos al pragmatismo. Luchamos por la sobrevivencia. Nos aferramos al poder cuando creemos que es lo que más nos conviene. Es natural.
En consecuencia, el género de quien gobierna es irrelevante si en realidad se quiere instaurar un gobierno feminista. De hecho, hay algunas naciones con hombres líderes que aseguran tener gobiernos feministas. México es uno de ellos. Pero en prácticamente todos los casos se trata de un argumento retórico, porque la inequidad entre los géneros se mantiene como un fenómeno global.
Hoy, en cualquier país, la jefa o el jefe de Estado siempre responderán a las directrices políticas de los partidos o grupos que los llevaron al poder. También a sus intereses personales. Por eso, el género no garantiza acabar con la corrupción, ni ser más eficiente en el manejo de la economía ni tener un mayor compromiso social. Muchas mujeres con poder han tenido la oportunidad de impulsar o fortalecer un gobierno feminista, pero otros poderes mayores —o ellas mismas— lo han impedido.
En México los datos duros de la desigualdad y la inequidad siguen siendo indignantes, a pesar de los avances legislativos. La paridad que se ha logrado en el Congreso de la Unión, por ejemplo, tampoco ha tenido los efectos esperados. Lejos quedaron los tiempos en los que no había ninguna gobernadora en el país. Hoy, no se perciben diferencias reveladoras en los indicadores entre los gobiernos estatales y locales gobernados por mujeres.
Angela Merkel, Margaret Tatcher, Michelle Bachelet y otras gobernantes en el mundo no tuvieron gobiernos feministas. Sin embargo, su capacidad y carisma fueron tanto o más potentes que el de los gobiernos encabezados por hombres. Quedó bien claro que gobernaron para todas y todos. Que cometieron errores. Y que utilizaron todos los recursos a su alcance para cumplir objetivos, sin marcar diferencias significativas por su género.
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México está en el umbral de elegir a su primera presidenta. Las encuestas lo confirman. Sólo un punto de quiebre sorpresivo podría evitar que sucediera. Ante esta posibilidad, aún es prematuro asegurar si las precandidatas incidirán en forma determinante en un proyecto de gobierno feminista o si se ajustarán a la propuesta que están elaborando los partidos que las respaldan.
A principios de julio, la coalición Va por México anunció que José Ángel Gurría es el encargado de preparar el proyecto de gobierno. Hasta ahora no se ha mencionado nada en concreto sobre el tema. Por su parte, Morena ya presentó el primer borrador de su Proyecto de Nación 2024—2030, el cual incluye un apartado denominado “Gobierno feminista”, con 10 objetivos. No obstante, nada indica que estemos frente al cambio sobresaliente que urge.
En el marco de las precampañas que no son precampañas, la violencia política en razón de género se convirtió en uno de los temas de agenda. Por la relevancia que adquirió el conflicto y las decisiones judiciales que lo han acompañado, se podría esperar una reflexión más profunda de partidos y aspirantes a ocupar cualesquiera de los cargos públicos a partir de 2024.
Incluir en la agenda el gobierno feminista como tema central sería conveniente y rentable, no solo desde la perspectiva política sino de la comunicación. Desafortunadamente, se ve poco probable que esto suceda. Las prioridades están en otro lado. Los feminicidios, la inequidad salarial, la falta de acceso a más posiciones de poder en todos los ámbitos, junto con la violencia física, psicológica, patrimonial, económica y sexual seguirán siendo, tal vez, algunas de las peores injusticias del próximo sexenio.
Recomendación editorial: Naomi Aiderman. The power. Barcelona, España: Roca Editorial, 2017.