Al mediar el año de 1909, en el mes de julio, “El Diario. Periódico Nacional Independiente”, lanzó una “campaña por la salud y el buen tono”, dirigida a las “damas mexicanas” a la que denominó “La Orden del Botón Azul” y que tenía como finalidad manifestarse en contra de la costumbre de saludarse de beso y de esa manera “evitar contagios de enfermedades que suelen ser incurables”. Para tal fin, las mujeres que estuvieran de acuerdo en negarse a practicar aquel signo de cortesía deberían portar como distintivo sobre el pecho un broche con un botón azul. Y es que el beso “por más almibarado que sea, constituye el medio más seguro para el contagio de malas dolencias”, diría el católico periódico “El Faro”, celebrando que miles de mujeres se sumaran a la Orden.
La idea de oponerse a la práctica social del beso no era una novedad ni una particularidad de ese impreso, pues una “Liga Contra el Beso” se había formado desde un par de años antes y cobrado importancia en países europeos como Alemania e Inglaterra, principalmente, y aunque en menor medida también en Francia o Italia. En el continente Americano, Estados Unidos se había sumado a la campaña con entusiasmo. Tampoco era un asunto innovador en México, pues ya en 1907 en Jalisco la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes había dispuesto que en las escuelas primarias se procurara evitar “la antihigiénica costumbre de los besos entre las profesoras y las alumnas, entre las mismas profesoras y entre las mismas alumnas”, como lo hacía saber una nota del “Jalisco Libre”; y hacia finales de ese año la Sociedad Mexicana de Autores anunciaba la presentación de la tanda “La Liga contra el Beso”, del ingenio de Uberto Galindo, como lo consignaba “El Contemporáneo”.
Quienes conformaban esa Liga, la que proliferaba en el extranjero, eran señoras maduras –“que pasan de los cuarenta años”–, traumadas por personales historias de fracasadas ilusiones –“que llevan almacenadas en la sesera un viejo romance de amor desgraciado”– y mochas –“que han releído hasta la saciedad la Biblia”–, apuntaría Amado Nervo en una de sus colaboraciones en “El Imparcial”. Con tales afirmaciones desacreditaba la campaña que pretendía erradicar los besos que al poeta tanto gustaban: “Yo ya me despedía… y palpitante / cerca mi labio de tus labios rojos, / […] / te di el primer beso” (“El primer beso”). O, “Yo soñé con un beso, con un beso postrero / […] // Con un beso infinito, cual los besos voraces / que se dan los amados en la noche de bodas / […]” (“El beso fantasma”). Nervo no era, como es de suponerse, el único opositor de la Liga; en Europa tuvieron lugar acaloradas discusiones, no sólo periodísticas sino científicas a favor y en contra de andar repartiendo besos.
La creación de la Orden, en México, no causó debates en términos académicos, pero tampoco era su finalidad. No se trataba de una campaña higienista, de salud o médica, sino de la invitación (¿o incitación?) a asumir un posicionamiento público por parte de las mujeres mexicanas frente a una costumbre, cuyo origen “se perdía en la noche de los tiempos”, apuntaría algún impreso, que se imponía y no se cuestionaba, pero con la cual, al parecer, por las respuestas obtenidas, muchas féminas no estaban conformes: “mi protesta contra el beso, cuya costumbre he reprochado siempre”, escribía Laura Sobrino; “Hasta hoy he besado por pena y timidez; de aquí en lo de delante, el Botón me salvará”, apuntaba Virginia V. de Salcido, entre otros muchos testimonios que “El Diario” dio a conocer.
Que la correspondencia de lectores/lectoras en los impresos es generalmente cuestionada por quienes nos dedicamos a la historia pues suponemos en ella la mano misma de la propia redacción, podría hacernos sospechar que esos nombres eran invenciones, pero no es así. “El Diario” publicaba lista de las mujeres que se adherían a la campaña y que escribían expresando sus opiniones en contra de la costumbre de saludarse de beso. ¿Qué tan auténticas eran tales referencias? Tomamos como muestra dos casos y constatamos su existencia. La “distinguida señorita” Julia Iglesias Calderón –que para 1909 debía contar 56 años, pues había nacido en 1853– era hija del conocido político, en algún momento presidenciable, José María Iglesias, y hasta una imagen de ella encontramos de la época de su infancia cuando, junto a su hermano José, fueron pintados por el reconocido artista Juan Cordero en 1855. También publicaban las palabras de Inés Briseño, una joven pianista que participó en varios eventos sociales y culturales en la ciudad de México.
Si bien “La Orden del Botón Azul” parecía un simple juego, lo cierto es que a partir de que la propuesta empezó a difundirse “El Diario” señalaba que eran cientos y luego miles las mexicanas, “señoritas” y “señoras”, que de manera entusiasta se sumaban. Y el interés se despertó también más allá de la capital de la República y abarcó buena parte del territorio nacional; así encontramos testimonios de adhesiones en Coahuila, Tabasco y Jalisco, por ejemplo; en tanto en Oaxaca copiaron la idea y crearon su propia Liga.
Por supuesto, no faltó el escritor que hiciera mofa de aquella campaña, como fue el caso de Duteran en su “Croniquillas” publicadas en “La Iberia”. En efecto, Francisco Durante, amparado bajo ese anagrama, se burló de la Orden, aunque en realidad su dardo lo disparaba contra El Diario, sus redactores y la autora de la idea: Mariflor. Si bien podría suponerse por las ironías lanzadas por Duteran que tras este seudónimo se escondía, como solía suceder, un hombre, lo cierto es que no era así. Se trataba, nada menos, que de María Enriqueta Camarillo. En general, los trabajos sobre Camarillo no la asocian con este seudónimo, pero la estudiosa María del Carmen Ruiz Castañeda, en su acuciosa obra “Catálogo de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias…,” la identifica bajo tal. ¿Y por qué “nada menos”? Porque Camarillo es una de las escritoras y poetas más importantes del siglo XX mexicano que, desafortunadamente, está bastante olvidada, a pesar de que en su momento algunas de sus obras se tradujeron a varios idiomas y de haber sido nominada al Premio Nobel de Literatura en 1951.
En fin, que los redactores de “El Faro” confiaban en que aquella campaña tendría como consecuencia “prescribir para siempre de las costumbres sociales un hábito [tan] pernicioso”, lo que, como sabemos, no ocurrió. El hábito de saludarse de beso continuó, se consolidó y, de pronto, en el siglo XXI el mundo suspendió el intercambio de ósculos porque un virus andaba haciendo de las suyas: el covid. Y sin Ligas ni Órdenes de botones se recomendó evitar el saludo de beso y hasta el de mano, así como los abrazos, incluso la cercanía entre las personas a menos de un metro y medio de distancia. No sólo eso, se pidió y en algunos casos se obligó al uso de cubrebocas para prevenir que la emisión de partículas de saliva contribuyera a esparcir el virus por el mundo. El cubrebocas fue a la sociedad de principios de la década del 2020 lo que el Botón Azul a aquellas mujeres de la primera década de 1900: un distintivo para alejar los besos.
* Fausta Gantús
Escritora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Autora del libro “Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888. Coautora de La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892”. Ha coordinado trabajos sobre prensa, varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX y de cuestiones políticas siendo el más reciente el libro “El miedo, la más política de las pasiones”. En lo que toca la creación literaria es autora de Herencias. “Habitar la mirada/Miradas habitadas” (2020) y más recientemente del poemario “Dos Tiempos” (2022).