Pensar que uno es superior a otras personas por raza, religión, color de piel, conocimientos, cultura, riqueza, posición o poder político, conduce a diversos tipos de violencia, provoca discriminación, maltrato, exclusión, explotación, abuso e incluso, la muerte de otras personas.
El 2 de julio pasado participé en la presentación de un libro que contiene el relato de una persona de origen judío, Bronislaw Zajbert, que vivió, de los 7 a los 12 años, en el gueto de Lodz, en Polonia. Con su padre, su madre y su hermanito, estuvieron recluidos en la cocina de una casa del gueto de 1940 a 1945.
Este era un campo de trabajos forzados, donde se fabricaban diversos productos de consumo para la población alemana, incluso ropa interior para mujeres.
Los nazis sustituyeron con trabajo esclavo judío a los trabajadores alemanes que reclutaron para sus ejércitos de conquista territorial. Crearon más de mil cien guetos en territorios ocupados, desde Polonia hasta Rusia. Cerca de la mitad de los judíos que vivían en esa área fueron deportados a un gueto.
Cuando el gueto de Lodz fue creado en 1940, los nazis encerraron a 163 mil 177 judíos en el mismo. A la llegada de las tropas de los países aliados, la familia de Broni fue parte de los 877 judíos que quedaron con vida.
Era un gueto totalmente cerrado al exterior, del cual salían camiones con judíos para los campos de exterminio. Los habitantes del gueto pensaban que eran trasladados a otros campos de trabajo, no sabían que su destino era la muerte.
No puedo imaginarme el grado de soberbia y perversidad de los nazis, perpetradores de una violencia ejercida durante tantos años, en tan diversas formas y con tanta sangre fría, en contra de seres humanos a los que no consideraban como tales. Buscaron, idearon y probaron diversos métodos masivos para borrar la existencia de razas y culturas como fueron 6 millones de judíos, 250 mil romaníes, 312 mil serbios, 250 mil personas con discapacidad, además de miles de comunistas, sacerdotes y personas homosexuales.
Sólo han pasado 80 años de las brutales torturas, de los inhumanos experimentos médicos, de las cámaras de gas, de las muertes por fusilamiento, por ahogamiento, por enfermedades desatendidas o por hambre y frío, ante el enclaustramiento y hacinamiento de miles de seres humanos en guetos y campos de concentración y exterminio.
Las masacres sólo fueron reconocidas por los países aliados, al término de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, aún tuvieron que pasar varias décadas para que la magnitud y la naturaleza de las mismas fueran investigadas y documentadas, y para que las comunidades judías procesaran el enorme trauma con sus secuelas, e hicieran un esfuerzo de recuperación de la memoria.
Actualmente hay un interés especial por obtener testimonios como el de Bronislaw Zajbert, pues los sobrevivientes de esa gran masacre están despareciendo. “Mi nombre es Broni” es el de un adulto de 90 años que vivió y vio truncada su niñez, durante el Holocausto.