De una forma y u otra, Francia se las ingenia para seguir acaparando todas las miradas. Principalmente, la de sus vecinos europeos, que viven ese apego galo a la convulsión social como un viaje al futuro. Imágenes cada vez más familiares. Como si se esforzaran a dejar en el olvido a la Torre Eiffel como postal emblemática, para reemplazarla por la de algún incendio urbano que grafique no solo el presente del hexágono, sino esa, su historia inmediata que arde en la hoguera de la desigualdad y la exclusión.
Esta vez lo que disparó la ira no fue ni el aumento de la gasolina (como en 2018 con las protestas de los gilets jaunes) o la reforma previsional; ahora las convocó el asesinato, a manos de un policía en un control de tránsito, de un joven de 17 años, Nahel Merzouk, francés de nacimiento y nieto de argelinos. Algo similar a lo ocurrido entre octubre y noviembre de 2005, cuando dos jóvenes musulmanes, de origen africano, murieron electrocutados cuando eran perseguidos por agentes del orden.
Aquellas jornadas de trifulcas, marcadas a fuego en la sociedad francesa, siguieron un esquema similar a las de ahora: masivas protestas, la quema de vehículos, los enfrentamientos con las fuerzas del orden y la destrucción de todo lo que se cruzara. Aquellas habían comenzado en Clichy-sous-Bois, como en esta ocasión arrancaron en el barrio Pablo Picasso, de Nanterre. En ambos casos, en las afueras de París.
Ni el de Nahel M. ni los casos del 2005 fueron los únicos. Los excesos de las fuerzas policiales, cuando se trata de los habitantes de los barrios populares (banlieues), son un clásico de la crónica judicial hasta atafagar el trabajo de los organismos de derechos humanos y los que se ocupan de la problemática de la inmigración. La necesidad de una reforma policial es un tema que suele aparecer en la agenda de los partidos desde hace años, pero sigue estancada entre las diferentes posiciones políticas y la presión de los sindicatos que aglutinan a los uniformados. Todos ellas, organizaciones identificadas con posiciones de ultraderecha. La relación que establecen con las altas esferas del Estado se enmarca, la más de las veces, con la coacción. No hay político en la V República que quiera tener a la mayoría de los uniformados en huelga. De hecho, dos de ellos, el pasado viernes, dieron a conocer sendos comunicados donde se afirmaba: “Estamos en guerra”, sin que nadie, desde el gobierno o desde los otros dos poderes del Estado, les llamara la atención. Todo un símbolo del momento que vive el país.
Mientras, y después de ocho días de feroces protestas, el monumental despliegue de policías por todo el país logró bajar los decibeles de la ira social, aunque de ello solo surge una certeza: continuarán y cuando no, se repetirán, más tarde o más temprano.
(Foto: EFE)
Ese es un pronóstico sustentado en las condiciones socioeconómicas actuales de Francia y en el férreo control parlamentario al que está sometido el gobierno de Emmanuel Macron, los que no permiten innovaciones en la materia.
Pareciera que el presidente tuviese un imán para traer las protestas, pero no. Esto no es solo el resultado de su inacción o de su error de cálculo, solamente. Estas vienen ya de larga data. Son el fruto de una fractura social (y, ¿por qué no?, étnica) que se viene cocinando a fuego lento desde hace décadas.
Y es que hablamos de un país que le abrió las puertas a la inmigración de sus excolonias, pero no se ocupó en garantizar la integración de esos millones de personas que llegaban a la metrópoli para paliar el déficit de mano de obra existente, desde fines de los años 50. Por entonces, la industria necesitaba imperiosamente mano de obra y cuanto más barata, mejor.
Africanos, magrebíes, asiáticos, haitianos y ciudadanos de los territorios de ultramar franceses se fueron agolpando para poblar el extrarradio de las grandes ciudades francesas. Siempre al otro lado de los respectivos cordones periféricos. Como para no tener que mezclarse con los autóctonos. Allí fueron pariendo hijos y acunando nietos —todos ellos nacidos en suelo francés con igualdad de derechos—, profesando sus credos y expandiendo su cultura. En los papeles, todo se enmarcaba en la corrección política. Pero en la óptica social de los francos, todo eso se iba distorsionando lo suficiente.
Esa corriente, que se desarrolló con esfuerzo, ingresó en declive a fines de los años 70, cuando la oferta de empleo comenzó a menguar y se iban incrementando los niveles de pobreza en ese sector. Todo lo demás fue obra de aquellas distorsiones, cargadas de discriminación cultural, una constante de una sociedad que no supo o no pudo cerrar su conflictiva relación con las excolonias.
(Foto: EFE)
Fue en aquellos años cuando con la caída del ingreso entre les banlieusards (los habitantes de las afueras), se transformaba en el caldo de cultivo de las bandas juveniles, siempre listas para provocar disturbios, quemando aquello que no iban a poder alcanzar nunca en sus vidas, como, por ejemplo, los autos. Con el tiempo, aquel se fue convirtiendo en un flagelo a cuenta gotas. Aumentaba con el correr de los años, a medida que, sin pausa, el estado de bienestar (del que hacían gala los sucesivos gobiernos, desde Charles de Gaulle hasta François Mitterrand, pasando por Georges Pompidou o Valéry Giscard d’Estaing), se iba desvaneciendo.
No en vano fueron los tiempos en que el Frente Nacional, fundado por Jean Marie Le Pen (con los restos de las agrupaciones fascistas que habían sobrevivido a la Segunda Guerra), comenzaba a ganar influencia. Siempre con los inmigrantes y sus descendientes como blanco predilecto de una xenofobia congénita.
El sociólogo Cyprien Avenel, autor de Sociologie des “quartiers sensibles” (Sociología de “los barrios sensibles”), asegura que desde la década del 80 “los barrios se han convertido en el símbolo mismo de la marginación social y cultural”.
“Ellos concentran la mayoría de los problemas sociales: desempleo, delincuencia, disturbios, economía sumergida, fracaso escolar, inmigración, exclusión, gueto”, acota.
Otra opinión, pero desde la visión de los propios “jeunes des cités” (“jóvenes de los barrios”, un eufemismo que carga toda la estigmatización posible), la aporta el también sociólogo y experto en barrios difíciles Fabien Troung: “En cualquier entrevista de campo, los jóvenes nos dicen que a ellos la policía los examina por lo que son y no por lo que están haciendo. Experiencias, estas que suelen dejar marcas muy profundas”. ¿Y qué son? Franceses. Aunque la mirada oficial, en los hechos, parece no querer admitirlo. Y allí radica la raíz del conflicto.
Un conflicto que los habitantes de los barrios, y en su mayoría los más jóvenes, lo exponen por el canal y con la herramienta que tengan más a mano: ya sean las redes sociales o en las barricadas, con la denuncia o con las piedras. Solo así pueden aspirar a que, más allá de mirarlos con desdén, se los vea.
Hasta aquí, la fractura étnica. De la fractura social en sí, las demostraciones sobran y la literatura es profusa. Incluso desde mucho antes de que el historiador Emmanuel Todd y Jacques Chirac (1995-2007) la pusieran de moda en 1994, durante la campaña que llevaría a este último al Elíseo, un año más tarde.
Aquel debate que popularizó el término, era la demostración más fidedigna de que la Francia de la movilidad social había tomado ya el camino de la nouvelle vague, el recuerdo y una cuantas buenas historias.
Esta realidad es el contexto en el que se viene desenvolviendo Francia desde hace décadas. ¿La solución? No parece estar al alcance de Macron, cercado como está en el Parlamento para poder impulsar algún proyecto propio. El escenario presente parece el apropiado, como pocas veces antes, para que Marine Le Pen, cumpla su sueño y el de su padre. ¿La izquierda? Bien, gracias, sumida en una crisis de identidad y una confusión de época.
La economía no soporta semejante carga social. La demostración más palpable de ello fue la conflictiva reforma jubilatoria. El establishment ya no cuenta con una selección nacional de fútbol cargada de apellidos de la banlieue como Djorkaeff, Zidane, Karembeu, Thuran o Henry, capaz de ganar una copa del Mundo (1998) que, en su momento, vino de perlas para reivindicar a la migración y frenar, así, la carrera al poder del Frente Nacional. Hoy solo la voz de Killian Mbappé está al servicio de los familiares de Nahel M. antes que para alguna gestión en favor de Macron, como ya había podido observarse, en pleno campo de juego, una vez concluida la final de Qatar.
Y si algún condimento le faltaba a esta crisis, casi a la medida de Le Pen y sus aspiraciones, es la bronca que crece en esos barrios contra todo lo que huela a política o a autoridad. La demostración más fidedigna de ello ocurrió el pasado sábado, cuando en medio de las protestas en L’Haÿ-les-Roses, al sur de París, la casa del alcalde Vincent Jeanbrun fue atacada por los manifestantes, mediante el impacto de un auto que se incrustó en una de las habitaciones de la vivienda.
Si a esto se le agrega que los máximos niveles de abstención electoral se producen en los barrios, el panorama parece perfecto para que Giorgia Meloni, la presidenta del Consejo de Ministros de Italia, muy pronto ya no se sienta tan sola en las cumbres europeas de mandatarios.
Una problemática compleja, sin duda, de difícil solución en el mediano plazo y a la que el resto de Europa observa expectante. Esas protestas tuvieron sus respectivas réplicas el pasado sábado en Lausanne (Suiza) y en Bruselas (Bélgica), mientras que el resto de los países vecinos no ocultan su inquietud ante la posibilidad de que se siga propagando fronteras afuera. Al menos, se podrían intentar ciertas políticas culturales. Alguna de esas medidas que podrían oficiar como apósitos de alguna índole, paños fríos, en el mejor de los casos.
Por ejemplo, una recordada película: Indigènes (2006), dirigida por el franco-argelino, Rachid Bouchareb, cuya historia transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, en la que un grupo de argelinos peleó heroicamente en las filas del Ejército francés. Un filme digno de proyectarse en todas las escuelas y en cuanta academia de policía haya en territorio francés.
La trama y la genial interpretación de Jamel Debbouze (de origen marroquí) debería ayudar sin demoras a que la policía abandone su tendencia al gatillo fácil contra los banlieusards y que esa lacónica mirada oficial termine por entender que ellos (musulmanes o católicos, magrebíes o africanos), opacados por las llamas de las barricadas, al igual que aquellos de los que habla Bouchareb en su obra, también fueron y son enfants de la patrie (hijos de la patria).
CAO