Lo cuenta la pintora Magali Lara en una entrevista: soñó con su madre muerta y en el sueño pensaba lo mucho que se habían querido y sin embargo: el desencuentro. Ese continuo choque de trenes. “Nos quisimos mucho pero en esta vida, ya no pudo ser”. Y un día se acaba una de las dos vidas. La de la madre. Y tantas hijas se quedan con los enigmas a cuestas. Una escucha a Magali y se pregunta si alguna vez se silencia esa voz interior que devora por dentro: ¿qué falló? ¿en qué momento? ¿cómo podría haber sucedido algo distinto? Pero también se pregunta si podría decir: “nos quisimos mucho”. “Mi madre y yo nos quisimos mucho”. Quizá no. Es muy probable que no. Qué de tan casi imposible es para una hija decir un “no” rotundo. La madre estaba en otro lado. La madre siempre ha estado en otro lado. La hija dice: “la he querido mucho”. Nada más.
No le dio tiempo de querer a su hija. No pudo. La madre ha vivido salvándose. Sus monstruos interiores. Ha vivido perseguida por dentro. Nada fue nunca suficiente. Esa madre y la ferocidad de su yo ideal que termina existiendo en su imaginario a costa de otras/os. Salvarse a costa de otras/os. ¿Cómo podría ser distinto? Quien está obligada a ser perfecta se convierte en un monolito. Hay algo allí de petrificado, de inamovible. Hay tanto de implacable. ¿Quién correspondería a sus delirios de grandeza? Nadie. Ni ella misma, por supuesto. Entonces, solo le quedó inventar. Inventarse. Sostener la magnificencia de todo lo que es “suyo”.
Las/los hijas/os son un problema. Existen con intervención paterna. Ya vienen “fallados” las/los hijas/os. No “fallados” como todos los seres humanos, porque esa noción no existe en ella arropada en la perfección de los hombres de su familia de origen. Ella se alinea junto a esos hombres “grandiosos”. Los infla como a globos aerostáticos. El defecto de fábrica de sus criaturas viene del padre. De la familia paterna. Esas cosas se dicen. Palabras que atraviesan como cuchillos la infancia. Pero es el padre “indigno” quien trae la vida a la casa. Aunque viva ausente. Es una ausencia distinta a la de la madre. La de él tiene que ver con la vida. La ausencia omnipresente de la madre es mortífera. Tan ignorante de lo que sucede en la vida de sus hijes y tan meticulosamente controladora.
La exigencia de ser “perfecta” es una empresa compleja y de tiempo completo que solo puede darse disminuyendo al entorno. No es sino lógico. La hija es colocada en el lugar de un espejo. ¿En qué momento la proyección entra en marcha? ¿En qué momento la hija se convierte en la depositaria de todo cuanto la madre teme, odia, desprecia de sí misma? Cada ser “perfecto” necesita de su cesto de basura. Sin excepción. La “perfección” se sostiene aniquilando. No es la intención declarada, por supuesto. Ningún “perfecto” que no sea un sociópata se dice: “ahora aniquilo”. Lo ejecuta, nada más. Y se otorga esa libertad porque su consciencia de la existencia de los demás es muy vaga. Distraída, por decirlo de alguna manera.
La distancia entre el yo ideal y la realidad. Ese abismo es el punto. El centro generador de la inmensa crueldad. Destruir no ha sido la “Intención” de la madre. No. Ella solo estaba salvándose. “En esta vida, ya no fue posible”. Ya no.