Entre la administración de Salinas de Gortari, 1989-1994, y la actual existen grandes diferencias imposibles de negar sobre todo en el discurso. Al mismo tiempo existen algunas similitudes inquietantes que no conviene ignorar sobre todo porque el paso del triunfalismo a la catástrofe al final de aquel sexenio es una página de la historia que no se debe volver a repetir.
Durante el sexenio salinista se manejaron grandes expectativas: el paso hacia la modernidad estuvo marcado por la entrada de México a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y ser admitido requirió la adopción plena del modelo neoliberal de libre comercio. México remató numerosas empresas estatales, abrió su mercado a las importaciones y realizó otros cambios estructurales que lo convirtieron en ejemplo mundial de la manera en que debía funcionar toda economía, según los grandes capitales.
El cambio de modelo económico atrajo fuertes flujos de dinero y la disponibilidad de dólares en abundancia los abarató sobremanera; es decir que nuestros pesos podían comprar más dólares. Teníamos hacia el final de ese sexenio una moneda muy fuerte. Con dólares baratos y abundantes nos hicimos compradores de todo tipo de mercancías en el mercado mundial. Mercancías que, gracias a la fortaleza del peso, resultaban más baratas y posiblemente de mejor calidad de las que se producían en México.
La clase media mexicana se embarcó en el shopping de importaciones que nos brindaron la ilusión de prosperidad y modernidad. En paralelo fue políticamente necesario satanizar la producción interna como una producción premoderna, protegida por un viejo paternalismo que era necesario desmantelar. La consigna se planteaba claramente: los no competitivos no sobrevivirán.
El hecho es que en condiciones de apertura abrupta e indiscriminada buena parte de los productores nacionales no pudieron prepararse y evolucionar para enfrentar el tsunami de la competencia externa y tuvieron que cerrar sus puertas. Otros muchos doblaron las manos y vendieron sus empresas a los grandes corporativos que, cargados de dólares, se orientaron a comprar todo lo que reconectado al exterior seguiría ofreciendo una adecuada rentabilidad. Finalmente otros empresarios mexicanos que anteriormente producían en México, se convirtieron en importadores de prácticamente lo mismo que antes producían aquí, aprovechando su misma red de distribución.
No solo la clase media se convirtió en compradora de importaciones. También, a sabiendas o no, la mayoría de la población, incluidos los pobres, se convirtió en consumidora de importaciones: alimentos, telas, ropa y calzado, electrodomésticos. Muchas de las importaciones llegaron al ridículo; importaciones de galletas y dulces de Dinamarca, Grecia o Filipinas.
La entrada masiva de capitales externos no se tradujo en una importante capacidad exportadora; es más, ni siquiera en un aumento significativo de la producción interna. En 1993 ingresaron dólares equivalentes a casi siete por ciento del producto interno, pero éste creció tan solo un 0.6 por ciento. La explicación es que buena parte de la entrada de dólares era capital volátil, inversión de cartera. Sin embargo, no se puede negar que muchos de los dólares que llegaron se aplicaron a inversión productiva. Parte a la compra de empresas ya existentes y otra parte a verdadera nueva producción cuyo principal efecto fue expulsar del mercado a empresas ya existentes. Es decir que a final de cuentas el verdadero impacto de la entrada de grandes capitales externos fue sustituir la anterior producción interna. Una inversión que añadió muy poco y restó mucho.
El sexenio salinista terminó en desastre. Y es que el camino hacia el infierno puede estar plagado de buenas intenciones. Ahora las intenciones son otras, tal vez mejores. Pero es oportuno señalar los riesgos de las buenas intenciones del presente.
La profunda transformación geoestratégica que ha ocurrido en el planeta en los últimos años ha reposicionado a México como un país con una gran oportunidad de crecimiento. Debido al conflicto en Ucrania y a las sanciones comerciales asociadas al mismo, Europa ha perdido mucho de su atractivo económico. La creciente rivalidad entre Estados Unidos y China desalienta que las inversiones norteamericanas se sigan dirigiendo a ese país.
El resultado es que se pregona que México podría ser el nuevo lugar de destino de nuevas inversiones que aprovechen su cercanía al mercado norteamericano y lo barato de su mano de obra. Todavía más importante que el llamado nearshoring (producir desde más cerca), es que el Banco de México sigue una política monetaria de altas tasas de interés que están atrayendo gran cantidad de inversiones especulativas, por ejemplo en CETES.
La llegada de dólares en abundancia los ha abaratado; lo que generalmente se describe como fortalecimiento del peso. Al mismo tiempo la estrategia de combate a la inflación es abrir las fronteras y aprovechar que es más barato comprar en el exterior prácticamente toda la canasta de consumo básico y muchas otras mercancías. El abandono del sector rural y del objetivo de autosuficiencia alimentaria nos hace particularmente vulnerables en estos tiempos conflictivos y de desastres climáticos.
Según la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin) no menos del 40 por ciento de la industria está siendo afectada negativamente por el peso fuerte. Un cálculo grueso nos indica que las importaciones son ahora 20 por ciento más baratas que hace un par de años. Contra esos precios no pueden competir muchas empresas, o lo hacen sacrificando rentabilidad en un proceso en el que serán gradualmente expulsadas del mercado. Ese problema lo sufren tanto las empresas que producen para el consumo interno como las que exportan. Estas últimas reciben menos pesos por el mismo número de dólares que venden.
Las grietas en el aparato productivo son preocupantes. Se ven afectadas sobre todo industrias con fuerte participación de mano de obra, tales como textiles, vestido, calzado, y otras que son importantes para el abastecimiento del consumo básico de la mayoría de la población.
Apertura del mercado, atracción de capitales externos volátiles y productivos, deterioro de la rentabilidad, el ahorro y la capacidad de inversión interna, van en contra de una inserción competitiva en el mercado global. Lo cual se refleja en un mayor déficit en la cuenta corriente que deberá ser cubierto con mayores entradas de capital externo, y para atraerlo habrá que darle, o por lo menos mantener en condiciones atractivas: altas tasas de interés y un modelo de negocio-país neoliberal caracterizado por una muy baja captación impositiva (y la férrea negativa a una reforma fiscal que eleve los ingresos públicos) y un gobierno débil, incapaz de proporcionar a la población buenos servicios de salud, educación, infraestructura pública y seguridad. Así que… las intenciones son buenas, pero no bastan para decir que estamos en el camino correcto.