Se entiende la prisa de Morena por asegurar un triunfo contundente en 2024. Es comprensible que el frente opositor también se haya adelantado a los tiempos de las precampañas, para no quedar rezagado y derrotado. También queda claro que nuestra legislación electoral tiene —hoy más que nunca— múltiples obstáculos y complicaciones para la realización de los procesos electorales.
Seguro hay una explicación razonable sobre los conflictos que han impedido actualizar el marco legal. En el mismo sentido, se puede pensar que fue positivo poner freno a las iniciativas electorales A y B del presidente Andrés Manuel López Obrador, y esperar hasta que haya un mejor equilibrio entre los poderes para resolver el problema.
Sin embargo, parecería que no se están considerando los diversos efectos que tendrá el incumplimiento de la Constitución —y diversas leyes que de ella emanan— sobre la educación cívica de las nuevas generaciones en el marco de las precampañas-que-no-son precampañas. Tampoco sobre nuestra cultura democrática.
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Las consecuencias terminarán siendo muy negativas. El pragmatismo se impuso otra vez. La necesidad de mantenerse en el poder, para unos, y la de regresar al poder, para otros, no solo adelantaron los tiempos establecidos por la ley. Son un desafío a las autoridades electorales y al Poder Judicial, porque sus resoluciones para asegurar un piso parejo no le convienen a algunos.
De una u otra manera, todos reconocen que se están saltando las leyes, aunque digan lo contrario. ¿Alguien duda que en los procesos que de un lado y otro se activaron son para elegir a un candidato o candidata presidencial? ¿Quién puede pensar que se acata y respeta la ley cuando se actúa en forma escurridiza o tramposa frente a las medidas cautelares impuestas por el INE o el TEPJF?
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Todas y todos sabemos que muchos de los mensajes que tratan de convencernos del apego estricto a la legalidad no son del todo ciertos. Tenemos claro que hay una dosis de simulación. Incluso, hasta podemos aceptar que de las opciones de solución disponibles para los partidos, los procesos que están en marcha resultan ser los más convenientes.
Sin embargo, la comunicación política que los acompaña no está contribuyendo a ofrecer la certidumbre, seguridad, confianza y orden político que requiere un auténtico Estado de Derecho. Todo lo contrario. Evidencia la sobrerregulación y anacronismo que tiene nuestro sistema electoral y, lo que es peor, se erige en un mal ejemplo para que la ciudadanía se rija por el único imperio aceptable en democracia: el de la ley.
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En un sistema político en el que la Constitución es la ley suprema, ésta no puede ser encubierta por un modelo de dominación autoritaria, en el que solo unos cuantos terminan imponiendo su voluntad por el simple hecho de estar en desacuerdo con lo que en ella se establece.
A pesar de lo anterior, la justificación no es del todo válida. Recordemos que las mismas leyes ofrecen la posibilidad de reforma para hacer los ajustes correspondientes. Y si no —por las razones que sean— lo que resulta absolutamente inaceptable es mantenerse en la simulación o la hipocresía.
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Aún más. La experiencia ha demostrado que la mejor manera de gobernar es con el ejemplo. Si no se hace de esta manera, se vulnera la credibilidad y el respeto tanto de las leyes como de las instituciones, autoridades y líderes. La ruta para reducir los errores está en la construcción de las explicaciones y razones que las sustentan. En otras palabras, la encontramos en las narrativas, que es donde están hoy las fallas principales.
El dilema a resolver es simple: ¿Se le puede exigir a las y los ciudadanos que acaten y respeten las leyes cuando algunos personajes de poder no lo están haciendo? ¿Cómo se puede educar cívicamente a las nuevas generaciones, en el aula o desde los medios de comunicación, si ven que no pasa nada por no obedecer las normas? Ni la democracia ni el Estado de derecho funcionan adecuadamente cuando se procede de esta manera.
Por otra parte, ¿cómo se están interpretando por parte de la ciudadanía las resoluciones del INE o del TEPJF, cuyas autoridades también parecen, en ciertos momentos, obedecer a los criterios pragmáticos y no a lo que establece en sentido estricto la legislación vigente? Mal andarán las cosas cuando la impresión generalizada de la sociedad deje de aceptar uno de los principios rectores de la democracia: la ley es la ley.
Los malos ejemplos son una de las causas principales de la mala educación. También de los problemas como la corrupción y la inseguridad, entre muchos otros. Para educar en los principios, métodos, reglas y valores de la democracia se necesita autoridad moral y congruencia. A este modelo se le conoce como educación democrática. No es perfecto. Pero sí es necesario, viable y factible encontrar un mejor camino para conciliar el pragmatismo con las normas que marca nuestra Constitución.
Recomendación editorial: Rodolfo Vázquez Cardozo (coordinador). Estado de derecho, democracia y educación ciudadana. México: Instituto Nacional Electoral (INE), 2018.