Existe una estrategia de ataque a la que en México llamamos: “echar montón”, una de las formas más traidorzuelas (y siniestras cuando hablamos de espacios que supondríamos mínimamente amorosos, como la familia) del ejercicio de poder. Una persona en una familia, grupo de amigas/os o espacio laboral decide que hay otra(s) persona(s) a la(s) que necesita colocar en una situación de vulnerabilidad. ¿La razón principal? Así se construyen los cotos de poder. Con la ventaja de que intentar aplicarle al otro la ley mordaza, no puede ser sino benéfico. ¿El pretexto? Mejorar la convivencia que esa persona (tan conflictiva, tan arrogante, tan egoísta, tan...) arruina y que de otra manera funcionaría como la más engrasada de las maquinitas. Una elección cuya finalidad es obtener un beneficio personal (subjetivo o material), pero que será planteada en términos del bienestar colectivo. Nadie será tan altruista –por ejemplo– como el hermano más manipulador.
Para que el entorno familiar se sume a la alianza a la que se le convoca, es necesario reunir “pruebas”. Se abre un expediente real o imaginario. El hermano en cuestión es el defensor del clan. El paladín de la justicia. El hombre probo. Ya con eso tiene hartos puntos buenos de entrada. Una vez fincadas las bases de esa lealtad tan incuestionable como sus intenciones, comienza el trabajo al que podríamos llamar “levantamiento de afrentas”. Cada integrante de la familia será convocado a conversaciones “imparciales” en donde se les pregunta si algún daño le fue infligido por la/el indiciada/o, lo que ya en sí es bastante llamativo. Pero es que al “salvador” no le queda de otra. De verdad él no quisiera, pero está obligado a hacerlo. Por el bien común. Su eguito no tiene nada que ver. ¿Cómo crees?
Aparentemente de lo que se trata es de “darle una lección” a quien es señalada/o como responsable de ese ruido que ensombrece la luminosidad de los días. Roces, desacuerdos, fricciones que podrían haberse resuelto en un cara a cara sin mayores complicaciones se amplifican a voluntad. Lo primero que hay que hacer, es colocar a la persona en la mira, reducir al mínimo los puntos a favor, exagerar cada circunstancia que pueda ser usada en su contra. Inventarla, si es necesario. Una frase dicha con determinado tono de voz y en determinada circunstancia puede convertirse en una ofensa si le cambiamos los tonos. No olvidemos un clásico: el/la adversario/a nos une. El que está afuera confirma los lazos de quienes están adentro. Ni para qué mentir: sabemos que se siente bonito.
El objetivo principal de “echar montón” es excluir, de lo que se trata es de mandarle a la persona en cuestión un mensaje bien específico: “acá existe un ‘nosotros’ del que tú no formas parte”. Si el “salvador” es modesto en sus objetivos, con el daño moral basta, sobre todo si es daño mayor. Pero ¿quién renunciaría a todas las ventajitas que silenciar a otras/os trae consigo? Ay, tentaciones de los seres superiores. Una familia se destruyó. Por ahí hay quien viva en un hoyo aún más oscuro. El “salvador” piensa que ganó.