El tramo final de las campañas electorales en el Estado de México y Coahuila estuvo dominado mediáticamente por las negociaciones de Morena con el PT y el Verde con miras a las Elecciones 2024 y… las encuestas. Una vez más las proyecciones de las casas encuestadoras no fueron homogéneas y las diferencias entre los diversos estudios fueron muy marcadas.
No hubo sorpresa. Sin embargo, la experiencia sienta un precedente importante para lo que podría suceder en las elecciones presidenciales del próximo año. La obsesión que se ha desatado en medios, gobierno y partidos sobre los estudios de opinión los hace parecer como si en los resultados les fuera la vida a los principales interesados.
La centralidad que se les ha concedido a las encuestas está despertando muchas dudas: ¿Si ya sabemos quién va a ganar, para qué gastar tanto dinero en los procesos electorales? ¿Y si las predicciones fallaron, qué tendría que suceder para evitar cualquier tipo de sesgo premeditado? ¿La difusión amplia que se da a las tendencias contribuye a favorecer o desmotivar la participación ciudadana? ¿Están reguladas adecuadamente las empresas que difunden información falsa o manipulada en sus investigaciones?
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La lista de preguntas es más amplia. Lo que no tenemos aún son respuestas confiables y suficientes. Sin duda, el tema tendrá que analizarse más a fondo cuando se reforme el marco jurídico electoral. Por ahora, solo se puede avanzar con la actualización de los códigos de ética, de manera particular los de los medios de comunicación, pues son una de sus principales cajas de resonancia.
Es cierto que los especialistas en la materia han insistido una y otra vez en que las encuestas son una fotografía en un contexto determinado; que tienen un margen de error casi siempre reconocido; y que de ninguna manera sustituyen la decisión final de la ciudadanía el día de la elección. También lo es que cuando aciertan, los ganadores las reconocen. Y que la mayor parte de los perdedores las desconocen o cuestionan.
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Sin embargo, y pese a la controversia que provocan en ciertos grupos de la sociedad, las encuestas siguen siendo un recurso invaluable para los líderes en la lucha por el poder. También son de un gran valor para la ciudadanía, sobre todo cuando contribuyen a que esté mejor informada y a orientar algunas acciones sustantivas de nuestra democracia.
El problema está en el diseño de sus metodologías. Desde que se comenzaron a utilizar en los sistemas democráticos, ha quedado demostrado que hasta los estudios más sofisticados adolecen de limitaciones y sesgos. Por esta razón no pueden ni deben estar por encima de ningún proceso democrático. Pero también hay que reconocer que el pragmatismo ha saltado esta barrera al ser utilizado, por ejemplo, como un “método válido” para seleccionar candidatos o fortalecer los niveles de popularidad que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador.
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Uno de los mayores aportes de los estudios de opinión está en reducir la incertidumbre. Otro, que sus técnicas nos permiten conocer sentimientos, emociones, estados de ánimo colectivos, predisposiciones, preferencias, expectativas o intenciones de los diversos grupos de la sociedad. En el mismo sentido, son muy útiles para conocer nuestras fortalezas y los puntos débiles o vulnerables de los adversarios.
Con base en estas y otras aportaciones potenciales que ofrecen, sus hallazgos nos permiten anticipar el futuro en temas específicos y, por lo tanto, trabajar sobre escenarios más realistas. Quienes los han utilizado, saben que cuando los resultados son fiables y los márgenes de error reducidos, facilitan que los procesos de toma de decisiones sean más precisos y eficaces. Por lo tanto, además de anticipar los futuros posibles nos permiten incidir en éstos.
En los procesos electorales que hubo en el Estado de México y Coahuila, las lecciones no pueden pasar desapercibidas para ninguno de los actores que participaron directa o indirectamente en la contienda. Al análisis del enorme fracaso que tuvieron un buen número de empresas en sus proyecciones tendría que agregarse la identificación de aquellas que alteraron en forma premeditada los resultados que difundieron.
Las justificaciones o explicaciones basadas en argumentos falsos tienen que ser inaceptables. ¿De qué nos sirve saber que todas las encuestas no fallaron en anticipar a la ganadora en el Estado de México o al ganador en Coahuila, cuando en su mayoría los márgenes de error fueron tan grandes, incluso de dos dígitos? ¿Qué habría sucedido si los resultados finales hubieran estado más apretados, con cifras ligeramente menores o mayores a los márgenes de error reconocidos en las metodologías publicadas por las empresas que fallaron?
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Sin duda los gobiernos, partidos, medios de comunicación y empresas encuestadoras están obligados a tomar decisiones importantes en el corto plazo a partir de las fallas y manipulaciones que hubo —una vez más— durante estas Elecciones 2023. Nadie debería permitir ni caer en la trampa de que se les vea como bolas de cristal todopoderosas, absolutamente confiables o infalibles.
Para las Elecciones 2024, las autoridades tendrían que acabar con éstas y otras perversiones que resurgieron en estos procesos y ser reubicadas en su justa dimensión. Lo malo es que solo se trata de un simple deseo. Lo bueno es que todavía hay muchas empresas que actúan con seriedad, responsabilidad y profesionalismo. Por lo mismo, y tan solo por un instante, imaginemos qué pasaría con el INE si los márgenes de error en sus conteos rápidos fueran tan grandes como los de las encuestadoras.
Derivado de lo anterior, surgen otras preguntas. ¿Por qué no está pasando nada frente a los errores y manipulaciones que hubo? ¿Por qué Morena se mantendrá firme en su decisión de elegir a su candidata o candidato a través de una encuesta, con los riesgos que implica? Con buenas o malas metodologías, los cuestionamientos internos y externos para evitar la percepción de que habrá “dedazo” serán muy altos por los antecedentes que se han generado durante los últimos años.
Aún más. Para entender mejor la situación y actuar en consecuencia, la oposición deberá entender que el próximo año peleará contra otro “adversario”: las encuestas. Las y los candidatos no tendrán más opción que ir contra las percepciones que el partido oficial construirá con las tendencias positivas que se esperan. Los números y sus movimientos serán parte fundamental de sus narrativas y eso afectará a muchos candidatos y candidatas.
Si no se cambia el paradigma de las encuestas todopoderosas, no se podrá reducir el daño que están ocasionando a los procesos de comunicación política, de manera particular a la creatividad, competitividad y voto de la ciudadanía durante las precampañas y campañas. En otras palabras, las encuestas “a modo” —y su amplia difusión que solo le dan algunos medios— no pueden ser otro factor que debilite las acciones y mensajes positivos de las campañas bien diseñadas.
Es cierto que a la supremacía de las encuestas se suman otros elementos tácticos para ganar una elección: la operación territorial, las negociaciones entre grupos de poder, la operación política de los aliados, la desinformación, la guerra sucia, las campañas anticipadas y las argucias para incumplir las normas vigentes. Sin embargo, sí es factible explorar la posibilidad de que las metodologías y códigos de ética de las empresas de opinión sean sometidos a una revisión exhaustiva para reducir los daños que ocasionan a nuestra democracia.
Recomendación editorial: José Pablo Ferrándiz y Francisco Camas García (directores). La cocina electoral en España. La estimación de voto en tiempos de incertidumbre. Madrid, España, Editorial La Catarata, 2016.