En el ideal que nutre los discursos del 10 de mayo la madre es la mujer que encarna un amor incondicional hacia sus hijas/os. Generosa, entregada, desprendida, sacrificada, dispuesta a renunciar a sí misma en aras del bienestar de su prole. No hay mujer en este mundo que esté en posibilidades de responder a una exigencia semejante. No sin grandes dosis de infelicidad ¿y cobranza?. En este contexto de idealización resulta difícil hablar de las madres de la realidad, tan distintas las unas de las otras. Las madres “lo suficientemente buenas” –como decía el piscoanalista Donald Winnicot– que aman de manera leal y cotidiana sin sentirse dispuestas a inmolarse. ¿Quién dijo que inmolarse es una manera sana de amar? Las madres que saben que fallan, las que saben que se equivocan, las que aprenden a conversar con sus hijas/os, las que están dispuestas a cuestionarse y a cambiar. Las que reconocen que la maternidad es un continuo movimiento porque la vida y los vínculos no se estancan. En el contexto de la “perfección” irrealizable y con tanta frecuencia insana, es todo un tabú hablar de lo que sería el polo opuesto del ideal: las madres crueles. Las mujeres que cargan consigo historias de vida que no les permiten amar a sus hijos, en tantísimas circunstancias, ni siquiera ofrecerles el más básico respeto a su integridad.
Quisiera indagar, sobre todo, a aquellas que podríamos llamar “las devotas madres crueles”. Las que –desde una helada distancia– cumplen con sus “deberes”. Las que no tuvieron la oportunidad y/o el deseo de analizar sus propias circunstancias y para quienes la “perfección” se convirtió en la defensa contra sus fantasmas interiores. Esas madres que son las juezas implacables de sus hijas/os, las que no pueden entender que la crianza implicaría –necesariamente– reconocerlas/os como personas y no como prótesis. Madres que repiten las crueldades de sus propias crianzas. El andamiaje de sobredosis narcisista que las protegió ante sus figuras parentales igualmente implacables las ciega. ¿Si ellas se sometieron al Gran Otro, cómo concebirían el menor atisbo de libertad para sus hijas/os?
La rivalidad que la madre “devotamente cruel” puede sentir hacia su hija es feroz. A ella no le gusta su vida, esa juventud de la hija que significa un futuro aún abierto a las oportunidades la llena de ira. Es más fuerte que ella, ¿tal vez en algún lugar remoto querría ser distinta? No se permite ni siquiera pensarlo, se derrumbaría. Colocar en su hija todos los defectos imaginables, degradarla, romperla, la mantiene viva. Hay algo de lo que tiene que estar segura: ella ocupa el espacio luminoso de la virtud, para reafirmarlo cada día necesita una antagonista. La hija encarnará todos los males. Para ella sentirse sana, la hija tiene que estar “enferma”. Su “grandeza” es directamente proporcional a la vileza de esa personita que muy pronto en la vida aprende que es un ser indeseable y dañino y que debe vivir con un miedo enorme de sí misma.
Sentir que una es un peligro para sí misma y para otres es una convicción difícil de trabajar, para comenzar, porque no siempre es una amenaza consciente. Detectarla implica una segunda complicación: atreverse a analizar a la madre de la realidad, no a la que ella nos cuenta que es, no a la que quisiéramos que hubiera sido, no a la que la cultura ensalza en apologías sin pies ni cabeza, sino a aquella con la que nos despertábamos cada día, atrapadas en su odio y en su ira. Cuando una niña crece con el: “soy infeliz por tu culpa”, le cuesta dilucidar que esa infelicidad de la madre que ahogaba a la entera familia no es, nunca fue su responsabilidad. La desdicha de la madre puede hacer anegar una vida en la culpabilidad. Es importante saberlo, asumirlo. Es importante lograr vivir en un más allá de la autodestrucción aprendida. Lograr vivir.