La llegada de junio, el mes de la mitad del año, está asociada con el arribo de las gotas de lluvia que por algunos meses refrescarán las tierras, saciarán la sed de la flora y la fauna, nutrirán los cuerpos de agua, enverdecerán los paisajes, disminuirán las cálidas temperaturas de abril y de mayo ya que humedecerán los suelos para reducir el calor en el planeta.
Sin embargo, en la última década, ese imaginario colectivo sobre el mes de junio se ha ido modificando, pues cada vez es más caluroso, debido, principalmente, a que en los últimos ocho años se ha registrado un aumento de temperatura mayor a un grado centígrado con respecto a la época preindustrial (1850-1900), según datos de la Organización Meteorológica Mundial.
De acuerdo con especialistas, parte de la situación que vivimos actualmente, entre ella el registro de esta ola de calor percibida a lo largo de la semana, consistente en el registro de tres o más días consecutivos de temperaturas mayores a 30 grados centígrados, o en el caso de la Ciudad de México, de 24 grados centígrados como temperatura media, se debe a los fenómenos meteorológicos de El Niño y de La Niña, pero también al aumento constante de las concentraciones de gases de efecto invernadero y la acumulación de calor.
Científicos de la UNAM, del Grupo de Interacción Micro y Mesoescala, han señalado que la baja humedad en el suelo también es un factor detonante de un aumento de las temperaturas provocado por el acortamiento de los períodos de lluvias. Es decir, consecuencias directas del cambio climático, esos cambios a largo plazo de las temperaturas y los patrones climáticos, que pueden ser provocados por fenómenos naturales, pero que, desde el siglo XIX son consecuencia directa de la actividad de la humanidad, sobre todo, por la quema de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas.
En el caso de las ciudades, se produce el fenómeno de “la isla de calor”, consistente en la presencia de aire más caliente en ciertas zonas de las metrópolis como consecuencia de la aglomeración de áreas densamente construidas, suelo de concreto, pocas áreas verdes y pocos cuerpos de agua, provocando que la radiación solar se disperse más lentamente. Por lo tanto, la diferencia de temperaturas entre una zona urbana y una zona rural puede ser superior a dos grados centígrados, siendo menos calurosas, aquellas áreas en las que hay árboles, suelos de tierra y cuerpos de agua.
El escenario actual compromete el cumplimiento de los Acuerdos de París, los cuales tienen el objetivo de que todos los países del mundo reduzcan sus emisiones de gases de efecto invernadero de manera sustancial a fin de que la temperatura del planeta no se incremente en más de 1.5 grados centígrados en las próximas décadas.
En un ejercicio de ciudadanía, en marzo pasado, un grupo de mujeres mayores de 60 años, residentes en Suiza, llevaron a la Corte Europea de Derechos Humanos una demanda en la que argumentaron una vulneración a sus derechos humanos, en específico, el de la salud, debido a los efectos del cambio climático y a la inacción del gobierno suizo para delinear una política climática más ambiciosa, sobre todo, en cuanto a la reducción de la emisión de los gases de efecto invernadero con base en los lineamientos internacionales.
De igual manera, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas solicitó a la Corte Internacional de Justicia una opinión consultiva sobre las obligaciones de los Estados con respecto al cambio climático, derivada de la situación de Vanuatu, una nación insular en el océano Pacífico que por efectos del clima está siendo sepultada por el mar.
Ambas resoluciones serán fundamentales en los próximos años. A lo largo de esta última semana, hemos sentido el impacto de un calor anormal, consecuencia de un fenómeno insólito en la historia del planeta, provocado por la humanidad, de manera colectiva. Su unicidad reside en eso, que no es consecuencia de un fenómeno planetario sino de la actividad diaria de las personas en el planeta.
Anteriormente, las consecuencias se habían sentido de manera aislada, por ejemplo, para algunas comunidades en Tabasco, que, debido al incremento del volumen del mar, su territorio estaba desapareciendo u otros espacios geográficos en los que las personas tuvieron que migrar ante la falta de agua o de suelos para cosecha.
El aumento de la temperatura ya es una realidad, y lo ha venido siendo desde que se incrementaron las emisiones de gases invernadero de manera irresponsable a lo largo del siglo XX. Sin embargo, aún hay posibilidades de prevenir el aumento de la temperatura, pero dependen de múltiples factores, entre ellos, la elaboración de políticas públicas climáticas de mayor impacto y su cumplimiento, pero también, del ejercicio de la ciudadanía en cuanto a la exigencia de la elaboración de dichas líneas de acción, pero también en la coadyuvancia de la implementación de la misma.
Esta colaboración puede consistir en medidas tan sencillas como la reducción del uso de los vehículos automotores o tan complejas como exigir a las diferentes industrias y gobiernos ceñirse a los lineamientos internacionales vigentes e incrementar el pensamiento ecoético, consistente en descentralizar los análisis éticos ecológicos de la perspectiva humana para generar interconexiones con la naturaleza y hacer conciencia sobre el impacto de las acciones humanas en el planeta.
Sin duda, un cambio de paradigma que nos podría ayudar a todas y a todos a evitar que el pronóstico de la Organización Meteorológica Mundial se cumpla y, a más tardar en 2026, se rompa el límite de aumento de temperatura global de 1.5°C y las consecuencias sean irreversibles para todo el planeta.