Los avances en la inteligencia artificial y su capacidad para generar textos han generado temor recientemente. Este miedo se debe a que el lenguaje no solo sirve para comunicar información, sino que sirve para mover voluntades, despertar pasiones, transformar conciencias y expresar y transmitir emociones. La preocupación de que esta capacidad artificial se use de manera inadecuada es muy válida.
En la tradición humanista se ha recogido la idea de que el hombre es el centro del universo, la razón es el centro del hombre y la palabra se encuentra en el centro de la razón. La palabra es un medio especial para manifestar lo que la razón dicta. El cómo se use la razón es otro tema, pues puede usarse con malas intenciones como veremos más adelante.
Pero lo asombroso es el poder que ejerce la palabra en los seres humanos. La palabra a través de sus diferentes formas y formatos es una de las principales herramientas con que cuentan políticos, sacerdotes de cualquier religión, mercadólogos, abogados, filósofos, literatos, comunicadores, etc. A través de ella son capaces de mover a las masas hacia la acción política, legal o religiosa, o bien, para el consumo y el entretenimiento.
Sería bueno que se usaran los discursos para convencer, mediante el uso de la razón. Pero no ha ocurrido así. Apelar al buen juicio se vuelve un ejercicio inútil, cuando la audiencia a la que van dirigidos acepta sin pensar aquello que les dicen políticos, sacerdotes, mercadólogos e informadores.
Existe una clase especialmente dañina de políticos, los demagogos, a los cuales Chat GPT, que también se puede usar para bien, describe de la siguiente forma:
"Explotan las emociones, los prejuicios y los temores de la gente para obtener beneficios personales o políticos. Utilizan estrategias de comunicación que apelan a las emociones y los instintos de las masas en lugar de presentar argumentos racionales basados en evidencias. Suelen utilizar discursos incendiarios, simplificar problemas complejos, demonizar a grupos opositores y prometer soluciones rápidas y sencillas a problemas complejos. Se aprovechan de las frustraciones y descontento de la población en situaciones de crisis, desigualdad o polarización. Su objetivo principal es mantener o aumentar su propio poder y mantenerse en el centro de atención, incluso si eso significa sacrificar el bienestar general o manipular la verdad”.
Si bien en el siglo XX hubo una importante caterva de demagogos, especialmente dañinos por su carácter genocida como Mussolini, Hitler, Mao, Pol Pot y Castro, en el siglo XXI también ha sido abundante la cosecha de este tipo de políticos.
Estos personajes son muy eficaces para imponer su voluntad. Son vendedores de ilusiones, donde los datos duros son sustituidos por mentiras, medias verdades e imaginación.
Los políticos demagogos hacen que la palabra se divorcie de la inteligencia. Dirigen su discurso a una audiencia la cual, por cierto, representa a la gran mayoría de la población, cuya credulidad, renuncia a la evidencia y al uso de la razón, les permite obtener los votos para perpetuarse en el poder sin importar lo dañinos que resulten sus gobiernos. Lo que prevalece no es la realidad, sino una entelequia alterna que ellos crean, por ejemplo, a través de “los otros datos”.
La población pensante se asombra de que un político demagogo atente contra la razón de esa manera. Pero las grandes masas, por el contrario, se fascinan con la palabra que escuchan porque los representa bien: refleja su ignorancia y sus odios; la simplificación les evita el trabajo de pensar por sí mismos; prefieren creer en una realidad alternativa y en lugar de responsabilizarse por su propio destino, eligen ponerse en manos de estos líderes.
Los demagogos culpan de los males de la nación a las minorías, tales como a los ricos, las clases medias, los universitarios, los educados, los inmigrantes o simplemente, los diferentes. Hitler logró manipular en su beneficio a un pueblo educado y culto a base de propaganda, mentiras y su gran demagogia, así como lo han hecho otros líderes contemporáneos tales como Trump, Chávez, Maduro, Morales y tantos otros.
De esta forma, el poder de la palabra en manos de los demagogos se vuelve un instrumento de dominación que estupidiza a las masas para beneficiarse, ya que solo buscan perpetuarse en el poder y seguir disfrutando de sus privilegios.
Lástima que no haya políticos en nuestro continente de la talla de los antiguos griegos o romanos o de algunos contemporáneos como Churchill, Macron o Merkel. Hoy predominan en la región los merolicos que conectan con la gente por su lado más irracional. Para que los pueblos salgan de su subdesarrollo hacen falta líderes de gran talla que apelen a la razón, buscando el bien común, en lugar de perseguir la manipulación de las masas solo para su beneficio personal.