La casa está en silencio. Abro una puerta y la cama está hecha. Todo en su sitio. También en la otra habitación. Después del remolino de dos hijos y una nuera de visita por un tiempo largo, me siento extraña hasta para pensar el guiso del mediodía. Ya no necesitamos salsa picante, ni avena, ni sobredosis de yogurts. Tampoco cantidades de limones. Ya no irrumpe Diego en la cocina para hacerse un té negro (recortar el té negro de la lista del súper). Ni me tropiezo con María trabajando en la sala con una mano en el teclado de la computadora y la otra en el lomo de Mrs Dalloway. La peinó durante horas. Y horas. La perruchis, una pastora inglesa cuya demanda no conoce límite ni frontera, encontró el paraíso. Allí andaba todos los días como recién salida del salón de belleza solicitando mimos de su ama convertida en esclava.
Sebastián ya no va a entrar a mi estudio para desearme los buenos días y las buenas tardes y las buenas noches. Ni me va a dar uno de esos sus abrazos trituradores de niño grandísimo. Ni vamos a conversar frente a frente. A los dos nos gustan mucho la conversación y las palabras. En medio de esa abundancia poblacional, en las plantas del balcón tuvimos dos nidos que atrajeron a toda una familia de pajaritos. Nacieron varios bebés: una especie como de lombricitas de un rosado intenso. Todos emprendieron el vuelo al mismo tiempo. Humanos y aves. Cayetana, que es una perrita de temperamente más bien gatuno, veleidosa y altanera, empuja la puerta entreabierta mirando hacia todos lados. No están. El desconcierto reina en la casa. Hago lo que suelo hacer en estos casos: acomodo la alacena, acomodo los cajones, acomodo mi escritorio. Acomodo.
Fue una dicha haber estado juntos. Fue una dicha que mis tres hijos coincidieran en la ciudad. Y mis dos nueras. Pero una siempre quiere más. ¿Seré como la Mrs Dalloway insaciable en mi demanda? Es posible. Una madre debe dudar de sí misma por principio, porque con frecuencia el exceso tiende a ser lo nuestro. ¿Yo demandante? ¡Jamás! Bueno, más o menos. Es que depende de las circunstancias. Es que vi en una película a una madre que era tantísimo peor. Sara García, por ejemplo, ¿ven? Ella sí que era un exceso. Sebastián se despide y me mira como con un dejecito de culpa como si fuera a desmayarme. Levanto el brazo y le muestro el músculo. La Batichica (que nunca he sido), sigue aquí. Le cuento y me cuento que nos quedan esas increíbles maneras de comunicarnos que parecen salidas de los sueños: la cotidianidad que puede compartirse en una videollamada. La cámara que planeará por su nuevo departamento con las maletas aún por desempacar. Un paseo por los pasillos de su biblioteca más cercana. Un mensajito de golpe a mitad del día. Tan lejos.Tan cerca.
Diego me manda una foto de unos platanitos fritos, ¿cómo? Cerraron los aeropuertos por la ceniza del volcán y pasó la noche en Cancún. Vio una laguna que le recordó nuestros viajes a Tabasco. Conoció a un tabasqueño que le recomendó una posada y le regaló los platanitos. A donde una vaya hay un paisano con su atadito que le empacó su mamá. Me detengo: es probable que se lo haya armado él mismo. Sebastián y María ya andan las calles de su nueva ciudad. Jerónimo y MJ aún están cerca, quizá por mucho tiempo. La corazona se estira de allá para acá con ese larguísimo, infinito elástico que le permite caminar junto a sus amados. Mi casa está a punto de alcanzar un grado de orden inquietante. “Ya cálmate, madame trapito”, me digo a mí misma. Ya nada, salvo yo, está fuera de lugar.
Con los días una se acostumbra: los manojos de llaves van a colgar en su lugar. Las puertas de los anaqueles van a estar cerradas. Cada objeto conservará el lugar indispensable a mis manías. Extraño la computadora de María en el comedor. Entre las más grandes fortunas de la vida es que un hijo regrese con una nuera con la que una puede conversar y reírse y fluir en toda naturalidad. Como si la hubiera conocido desde siempre. Mi nuera es finlandesa y nosotres más bien tropicales, y sin embargo, me sorprende como culturas tan distitnas pueden abrigar personas tan semejantes. Hay un sentido del humor que es el mismo, una manera muy parecida de vivir la cotidianidad. ¿Quién quiere un té? Pregunta María a medio pasillo y salen voces de todas las esquinas. Té con cantidades desmesuradas de miel. La miel es mágica. Cuchareada por las mañanas (con cuchara sopera) cura cantidades de males.
Cada madre tiene sus sueños para con sus hijos. Sus ideales no tan conscientes que poco a poco tendrá que ir soltando para reconocer la singularidad de cada uno. Cuando van creciendo nos los señalan: “ese que me dices no soy yo”. Por el mundo en el que crecí, donde la prohibición de hablar reinaba como si nombrar pusiera en riesgo que se derrumbara sobre nuestras cabezas el techo de la casa, mi mayor anhelo es que accedieran a las palabras con tanta exactitud a como fuera posible. Que pudieran nombrar. Es un hecho que no he podido cada vez escuchar lo que tienen por decirme, escuchar es un aprendizaje muy largo, sobre todo, cuando nos cuestiona donde más nos importa. Pero allí vamos. Aprender con ellos. “Educarnos” con ellos. Una familia es siempre un proceso. Cada una/o va cambiando.
Evitar el “yo te conozco”, “yo sé quién eres”, que en mi familia de los orígenes fue convirtiéndose en un lastre. Todo cambiaba y allí dentro seguían hablando con aquella que ellos suponen que una era, (quizá nunca ni siquiera correspondió a la verdad), como si las personas fueramos algas enquistadas en las rocas. El léxico familiar se renueva. La vida se renueva. Pero para entenderlo, es necesario escucharnos. Arrancarse del pasado como el único vínculo posible. Una familia es, tendría que ser una vivencia en movimiento. Aceptarlo así. Para entendernos libres.