La frontera norte lleva dos siglos siendo el tema más problemático entre México y Estados Unidos, ya por la migración, el narcotráfico, el contrabando de armas, el agua, es una constante en las primeras planas. Esta semana dominó las noticias por el fin del Título 42. Por extensión territorial se encuentra entre las diez fronteras más largas del mundo (10ma), con poco más de 3,000 km de longitud. Es además una de las más transitadas del mundo, sino es la que más. A diario cruzan grandes flujos de personas y bienes en ambas direcciones. Es el aspecto más importante de la relación asimétrica entre ambos países, desde mucho antes de los tratados de libre comercio, acuerdos migratorios o el más reciente Entendimiento Bicentenario de seguridad que regulan la relación hoy en día.
Sin embargo, si queremos tener diálogos y políticas públicas más fructíferas en torno a los grandes problemas que implica esta división territorial, eje de la relación bilateral, debemos redescubrir el significado de la frontera desde una perspectiva histórica. En ambos lados hemos naturalizado nuestra idea moderna de frontera que la asume como una división absoluta entre dos Estados nación. Bajo este esquema la migración y el narcotráfico son transgresores de sus reglas básicas. Pero sólo hace falta una breve revisión histórica para darse cuenta de que, al contrario, lo natural ha sido un flujo e intercambio constante, regulado y no regulado por Estados. La novedad es pretender tener un dominio total del Estado sobre esos intercambios.
Esta ficción de frontera como sinónimo de barrera, o border, como dicen en Estados Unidos, se formó poco a poco durante siglos. La primera vez que se intentó “fijar” la frontera sobre una línea límite entre EU y la Nueva España/México fue con el tratado Adams-Onís de 1819. Pero sobre el vasto espacio no había fuerza que hiciera efectiva esta división. Sería bueno recordarle al gobernador de Texas que cuando ese territorio comenzó a poblarse con inmigrantes angloamericanos, muchos entraron de forma ilegal, sin la intermediación de empresarios aprobados por el gobierno estatal de Coahuila y Texas, como establecían las leyes de colonización mexicanas de esa época. Conocidos como “paracaidistas”, simplemente migraban con su familia y pertenencias (y esclavos), y se apropiaban de un pedazo de tierra para mejorar sus prospectos de vida. Desde entonces ya había todo un circuito comercial entre franceses y luego angloamericanos, grupos indígenas como los comanches o los apaches, y mexicanos, catalogado como contrabando por los Estados nación, pero protegido y fomentados por las autoridades locales.
Ilustración 1. El presidente estadounidense Lyndon B. Johnson (izquierda) con su homólogo mexicano Adolfo López Mateos (derecha) develando el señalamiento que marca los nuevos límites fronterizos entre ambos países tras la devolución de El Chamizal, Servicio Nación
Tras la guerra México-EU de 1846, se formó una comisión binacional que recorrió la frontera para medir y trazar con exactitud la división, muchas veces sobre espacios inexplorados, como el desierto de Sonora. Les tomó más de 10 años. A pesar de los monumentos, especie de obeliscos, que pusieron para marcar la división, nada evitó que crecieran los pueblos de ambos lados sin respetar esa la línea imaginaria. Eso, junto los cambios en el cauce del río Bravo en 1854, provocaron conflictos como los del Chamizal, tierras mexicanas que quedaron al norte del río. Tras casi un siglo de negociaciones, el territorio se devolvió a México en 1963. Mientras tanto, la guerra civil (1861-1865) y la época de la ley seca (1920-1933) en EU reforzaron las viejas redes comerciales y de contrabando de la frontera. En el caso de la primera fue el algodón y en el segundo el alcohol.
Después del 9/11, otro hito importante de la solidificación de la frontera, EU aumentó las restricciones a los movimientos y para frenar la migración “ilegal”, y la temida entrada de “terroristas”, y continuó con la construcción del muro fronterizo. A pesar del constante aumento del presupuesto en estas medidas, el flujo no se ha detenido. Por supuesto que han tenido un efecto, pero este pareciera ser contraproducente. Entre más control se busca tener, menos se consigue. Si cambian las circunstancias, muchas veces empeoran las cosas, los migrantes y las víctimas del narcotráfico, pero no cortan los elusivos flujos.
La razón de ello es que la frontera no sólo es una división entre países, un muro o un lugar. Más que eso es un fenómeno social sumamente adaptable, compuesto de experiencias y redes sociales, intercambios constantes que llevan siglos desarrollándose. En el contexto contemporáneo, se han vuelto globales; a los mexicanos, centroamericanos y caribeños intentando cruzar la frontera se han unido africanos y asiáticos. La política pública debería partir de ahí si quiere tener algún control sobre la migración y el contrabando que hoy es irregular. Las medidas basadas en la xenofobia y el prohibicionismo sólo son exitosas en el mercado de votos estadounidense, y quizá más de lo que admitimos en el mexicano. Puestas en práctica sólo le entregan una buena parte del flujo a los traficantes de migrantes y drogas, y al final de cuentas alimentan la violencia y el sufrimiento social en ambos lados. Por eso lo primero es cambiar las conciencias. La historia siempre es un buen recurso para eso.
Bibliografía:
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Weber, David, La frontera norte de México, 1821-1846: el sudoeste norteamericano en su época mexicana, Madrid, MAPFRE, 1992.
*José Roberto Campos Cordero
Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y alumno de la maestría en Historia del Instituto Mora, XIV generación. Especialista en el siglo XIX y la historia de Texas desde las perspectivas de la historia global, militar, ambiental y social. Ganador de mención honorífica del premio Atanasio Saravia de historia regional por tesis de licenciatura, “El ejército de operaciones sobre Texas de 1835-1836”.