Última semana de marzo de 2023: desde distintos frentes y fuentes, nuestras redes sociales se inundan con cautivadoras –y controversiales— imágenes. Una de las más virales muestra a un ensimismado papa Francisco, en solitario movimiento, portando no sólo el solideo blanco que tradicionalmente cubre la cabeza de quien ostenta el más alto cargo espiritual de los católicos, sino también una chaqueta blanca que emula una versión más actual, abrigadora y “chic” de su tradicional sotana blanca. Algunos compartieron la imagen para sugerir que se trataba de una prenda de la última colección de Dolce and Gabbana. Otros dejaron a nuestra imaginación suponer el contexto de la inusual aparición. ¿Se ha modernizado el Papa para estar a tono con las nueva generaciones y abrigarse del frío? Comentan unos. ¿Ya lo dejan salir del Vaticano como si nada? Preguntan otros. ¿Tan cínica se ha vuelto la Iglesia para restregarnos su riqueza y lujos cuando hay tantos pobres muriendo de frío? Se indignan los más.
Y no es para menos: muchos usuarios de redes sociales sólo vieron una sola imagen sin contexto, pero en otros perfiles se publicó un mosaico más amplio. En unas el Papa viste otro modelo de sotana, esta vez con pantalones y bolsillos integrados. En otras mira desafiante ante las cámaras, con gafas oscuras; mientras las más inverosímiles nos lo presentan con modernos zapatos deportivos o las piernas cruzadas en su automóvil de lujo. Sin embargo, la alarma suena cuando la corporeidad, pose y gestualidad parecen más propios de un joven cantante de reguetón o un mafioso italiano, que de un jerarca religioso en el invierno de su vida.
Algo no anda bien con esas imágenes. Claramente son alteradas o “deep fakes”, como habría de confirmarse horas después. ¿De verdad imaginamos al papa Francisco, quien históricamente ha enarbolado un discurso de humildad y austeridad, andando por las calles, de vacaciones, modelando vestuario nuevo? Se trata de un ejemplo reciente de la viralidad de la desinformación, es decir, de piezas que son inexactas, erróneas, deliberadamente engañosas o maliciosamente fabricadas o distorsionadas. No importa que en el pasado se hayan demostrado la falsedad de supuestas balaceras que nunca ocurrieron; los videos de víctimas de una guerra anterior en un país que, se asegura, son de otro; los supuestos cadáveres por covid-19 apilados afuera de un hospital que resultaron ser de Ecuador y no de Ciudad Juárez; o las supuestas predicciones de sismos mortales inminentes por organismos que nada tienen que ver con su medición, como la ONU. Seguimos compartiendo, viralizando, reaccionando a (y hasta indignándonos con) información falsa.
Pero, ¿por qué compartimos esta información? Los primeros estudios en EU señalaban que los más políticamente conservadores, pero a la vez de edad muy avanzada, eran más propensos a creer y compartir noticias falsas. Luego se introdujo el factor de la exposición: mientras más expuesto se está a la información falsa (es decir, desde diversas fuentes y frentes), habría una mayor creencia en su veracidad, lo que a su vez motivaría compartirla en redes sociales. Con el tiempo se han sofisticado las explicaciones sobre los factores asociados al fenómeno. Los expertos creen que, bajo ciertas circunstancias, la simple exposición a las noticias falsas podría ser suficiente motivo para querer compartirlas, sin necesidad de creer en ellas. Las imágenes del papa Francisco pudieron parecer inverosímiles, pero ahí estaban en los perfiles de familiares, amigos, colegas y hasta periodistas.
La evidencia científica ha ido demostrando que las razones para compartir las llamadas “fake news” son más complejas y multifacéticas que la simple ignorancia o ingenuidad de las personas o la ciega creencia en lo que ahí se consigna. Hay mayor propensión de compartirlas entre aquéllos que tienen niveles altos de confianza en Internet, o tienden a revelar demasiado de sí mismos, o han caído en la “fatiga de redes sociales” y las comparten sólo para no perder presencia digital, o tienen miedo a perderse el momento, es decir, se “suben al tren” ante la presión por los “likes”.
Además, tendría que ver el tópico en cuestión. La desinformación suele amplificarse tras fenómenos políticos de gran alcance o eventos controversiales, especialmente en ambientes polarizados. Los individuos que admiten odiar a oponentes políticos son más propensos a compartir noticias falsas o por lo menos, compartir contenido distorsionado para derogar a esos oponentes. En cambio, cuando se trató de información sobre covid-19, las motivaciones para compartir noticias falsas se relacionaron más bien con el altruismo (para que los demás se cuiden), con socializar y tener tema de conversación, y con pasar el tiempo. En otros estudios, el entretenimiento, la autopromoción y la pobre autorregulación para propagar rumores resultaron los mayores predictores para compartir noticias falsas. Más aún, quienes apoyaron y compartieron teorías de la conspiración eran más proclives a vivir más aislados y sufrir altos niveles de depresión.
Con todo, no hay consenso sobre las motivaciones para compartir noticias falsas, pues los distintos hallazgos científicos varían según el contexto nacional, el momento y episodio, el tema de la información, el perfil del usuario, e incluso, la red social en cuestión. Los estudios tampoco son uniformes en los distintos conceptos, factores y variables utilizados. Sí es claro que hay fuertes motivaciones asociadas a factores psicosociales: nuestro deseo de ser vistos y escuchados. Y usted, ¿por qué ha compartido (o no) noticias falsas?