Las muertes violentas que día a día enlutan a las familias y comunidades, son una dolorosa muestra de la descomposición social que vivimos, de la insensibilidad e incapacidad de las autoridades de seguridad y justicia, y del control que ejerce la delincuencia organizada en regiones enteras del territorio nacional.
Cada hecho de violencia deja una huella imborrable en familiares y amigos de las víctimas, sin embargo, la herida más profunda, luego de la pérdida de un ser querido, es la que deja la impunidad. El binomio violencia-impunidad forma una espiral que produce una doble o triple victimización entre quienes buscan justicia sin encontrarla y, no pocas veces, acaban triturados entre los engranes de la corrupción y el abuso de poder.
La ejecución del asesino de los sacerdotes jesuitas y el manto de protección que cubre a los responsables de la muerte de cuarenta migrantes en los separos de la estación migratoria de Ciudad Juárez, son evidencia de la impunidad y la corrupción que predomina en las instituciones. Como bien se ha dicho, la aparición sin vida del principal responsable de los homicidios no es justicia, es ejecución extrajudicial e imperio criminal.
Para recuperar la paz, es necesario recorrer un camino y poner en marcha un proceso de pacificación del país, ese es el llamado reiterado de los obispos, religiosos y jesuitas de México al convocar al Diálogo Nacional por la Paz, a celebrarse en septiembre de este año, en la Universidad Iberoamericana de Puebla.
El mensaje de los obispos y religiosos contiene claves fundamentales para desarrollar a fondo el proceso de pacificación. El eje de su propuesta es el reconocimiento y respeto a la dignidad humana, la corresponsabilidad y la solidaridad y el respeto irrestricto a los derechos humanos, en especial el derecho a la vida.
En primer lugar, la conciencia de que este no es un hecho aislado -como se expresa en la comunicación gubernamental- la violencia criminal afecta a diversas zonas del país y “muestra como los territorios son gobernados por economías criminales que han crecido ante el descuido -o complicidad- del gobierno en todos sus niveles”. Ante el desbordamiento de la violencia, “existe una urgente necesidad de revisar el sistema de justicia y seguridad -un cambio de estrategia- ante la indolencia de las autoridades y la falta de resultados de las estrategias gubernamentales”.
En segundo lugar, la convicción de que “las dinámicas delictivas ponen en riesgo la convivencia social, la democracia, la economía, el medio ambiente y el bienestar de los territorios”. Y que, por lo mismo, “necesita una reflexión un diálogo que incluya a todos los sectores de la sociedad… es tiempo de convocar a los especialistas, de conocer las mejores prácticas, de escuchar a las víctimas, a los indígenas, a los migrantes, a quienes han logrado los mejores resultados en los territorios”.
Como se puede advertir, los obispos y religiosos no se han ahorrado palabras para señalar la grave crisis de seguridad y justicia que padecemos. Pero lo más importante, es que han propuesto y realizado, conforme a su misión y responsabilidad, acciones preparatorias para el diálogo nacional, entre otras: la oración mensual, la difusión del mensaje de paz en diversas plataformas, conversatorios por la paz, y foros de justicia y seguridad a lo largo y ancho del país.
La convocatoria al Diálogo Nacional por la Paz y las propuestas de distintas agrupaciones ciudadanas, como la presentada recientemente por Unid@s para lograr un México Seguro y Justo, advierten la necesidad de participar y dejar atrás justificaciones, insultos y descalificaciones, de poner en movimiento a la sociedad y a los gobiernos para, finalmente, alcanzar juntos una paz justa y duradera.