El tercer contagio de covid-19 del presidente Andrés Manuel López Obrador generó una vez más rumores y especulaciones sobre su estado de salud. Ciertamente la reacción de algunos responde al propósito de cuestionar su credibilidad frente a sectores específicos de la población, pero la de otros está relacionada con el afecto y la empatía que tienen con él.
En cualquier caso, la información clara y precisa sobre lo que sucedió el domingo pasado es relevante. No solo por tratarse de la salud del primer mandatario de la nación, sino porque la transparencia y el derecho a la información son dos pilares esenciales de un gobierno democrático. El asunto, por lo tanto, no puede ni debe dejarse a la improvisación.
Como se recordará, no es la primera vez que se presenta un problema de comunicación con estas características. Ni tampoco es el único tema de su gobierno que ha detonado rumores y especulaciones difíciles de controlar. La lista de asuntos por falta de respuestas basadas en evidencias y no solo en declaraciones, es muy grande.
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El rumor y la especulación son algunas de las expresiones de los procesos de desinformación en el espacio público. Sin embargo, no todos estos procesos son provocados por los medios tradicionales o digitales o por grupos adversarios al gobierno. Un gran número también los generan —deliberada o inconscientemente— quienes tienen la responsabilidad de informar.
En el fondo, lo que se busca con estos recursos es manipular a la ciudadanía para incidir en los contextos político-electorales y en la gestión de crisis, de manera particular cuando se considera que no es conveniente decir toda la verdad. El debilitamiento de hechos, circunstancias o argumentos convincentes se obtiene también con el manejo emocional que distorsiona la realidad objetiva.
La comunicación gubernamental no debería alentar la especulación ni el rumor en ningún tema de su competencia, pero menos cuando la relevancia del hecho reduce la confianza de la sociedad o la reputación de las autoridades. Tampoco es recomendable en el marco de una contienda electoral, por mucho que se tenga la necesidad o el deseo de debilitar al adversario.
Por fortuna, los gobiernos democráticos tienen una gran cantidad de recursos e instrumentos para imponer agenda y revertir los efectos perversos de las noticias falsas. La llamada “información oficial” tendría que ser una fuente objetiva, inobjetable y contundente. Pero cuando es ésta —o la falta de ésta— el origen de los rumores y especulaciones, es evidente que la estrategia de comunicación no está operando de manera correcta.
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Aunque los errores más frecuentes de las áreas de comunicación del gobierno en sus tres niveles están bien identificados, llama la atención que a las vocerías que existen no se les otorgue aún la importancia y el rol que deberían asumir. Paradójicamente, la centralización que ha asumido el presidente con sus conferencias mañaneras ha afectado en forma negativa a este valioso instrumento.
El rumor y la especulación se activan por diversas razones. Las más frecuentes son: silencio, hermetismo, minimización, mentira, ocultamiento, desviación de agenda y retraso en la difusión de la información. Esta última es una de las más dañinas, porque a mayor tiempo que pasa, más grandes son las dificultades que se enfrentan para detener las olas de la desinformación.
Por otra parte, las evidencias indican que en el nuevo ecosistema de comunicación, las acciones de desinformación se expanden con mayor facilidad. Esta situación explica porqué su uso se ha extendido tanto, a pesar del efecto contrario que muchas veces consigue. Lo que realmente preocupa es que ante la nueva realidad los gobiernos sigan optando por acciones y tácticas que ofrecen resultados ilegítimos y altamente cuestionables.
Derivado de lo anterior, y ante los impactos negativos que la desinformación tiene en el periodismo responsable y serio, se han puesto en marcha un conjunto de acciones a nivel internacional para tratar de contrarrestarla en los sistemas democráticos. La justificación a la que obedece es incuestionable, pues se trata de proteger y promover los derechos humanos y las libertades fundamentales de todas y todos.
En efecto, desde una perspectiva más amplia, las acciones de desinformación son altamente riesgosas. Lo son en el marco de tragedias, catástrofes o problemas de salud pública, como ya lo vimos durante la pandemia de covid-19. Lo son para inducir miedo en escenarios de inseguridad. Lo son para alentar también el discurso de odio contra las mujeres, los grupos desfavorecidos y las minorías. Lo son para provocar desconfianza o inhibir la participación ciudadana en los procesos electorales.
Por lo anterior, la difusión de rumores y especulaciones son “útiles” a los gobiernos populistas y a sus modelos políticos de polarización porque afianzan a sus seguidores. Sin embargo, lo que algunos líderes no parecen darse cuenta, es sobre los daños graves que terminan provocando en las instituciones y en el tejido social: al privilegiar los intereses personales y de grupo, se termina afectando el bienestar y tranquilidad de las mayorías.