PITALUANDIA

Pitaluandia

Pitaluandia sigue siendo un lugar mágico, donde el aroma del café se mezcla con la tranquilidad de sus calles y la majestuosidad de sus cerros. | José Luis Castillejos

Créditos: Foto:José Luis Castillejos
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De Sur a Norte, sobre el lado izquierdo de la terrosa carretera, en una hoyada, está el valle de Pitaluandia donde cada mañana o al caer la tarde, el aroma del café recorre las calles del pueblo. El café es el tesoro más preciado de este poblado mágico que está rodeado de montañas en el sureño Estado mexicano de Chiapas. Sus calles suben o bajan cerros y en algunos tramos de su llanura se ve al ganado pacer cerca a un río cristalino que serpentea entre sus campos.

En lo alto de una de sus montañas, por el oriente, se alza una cruz de madera, que los habitantes del pueblo habían levantado para protegerlos de los espíritus malignos. En el centro del pueblo hay un parque con tres pinos majestuosos que ofrecen sombra y cobijo a los visitantes. Al otro lado del corazón del pueblo están dos escuelas, una secundaria y una preparatoria, donde los jóvenes del pueblo acuden para recibir una educación que les permita tener un futuro mejor.

Ancestralmente, la gente de Pitaluandia era principalmente campesina y se dedicaba a la ganadería y otros tenían plantíos de café, chayotes y hortalizas. A pesar de las diferentes creencias religiosas, la comunidad se reunía para celebrar la fiesta de la Candelaria y a la Santa Cruz, en las que compartían comida y bebida y bailaban al son de la música.

Los campos del pueblo estaban salpicados de ganado y plantaciones de café y plátano. Pero lo más impresionante eran las tres pirámides que se alzaban en lo alto de otra montaña cercana. Los habitantes del pueblo creían que estas pirámides habían sido construidas por sus antepasados para protegerlos de los espíritus malignos que habitaban en las montañas, pero ¡No! Lo erigió un ex militar. Y es que, en ese lugar, el agua brotaba con fuerza y abundancia, alimentando a muchos árboles de guanábana y aguacates que se extendían por la ladera.

Una noche, mientras la luna iluminaba el cielo y el río murmuraba suavemente, un hombre del pueblo llamado Juan se aventuró a subir la montaña a cazar. Llegó a las pirámides y se sorprendió al encontrar una cueva que nunca había visto antes. Intrigado, decidió entrar en ella.

Dentro de la cueva, Juan encontró una habitación llena de joyas y tesoros, pero también de espíritus malignos. Estos lo atacaron con ferocidad, pero Juan recordó la cruz de madera y la invocó. Recordó que se alzaba en lo alto de la montaña y con su mente la utilizó para alejar a los espíritus. Finalmente, escapó de la cueva y regresó al pueblo.

A partir de ese día, los habitantes de Pitaluandia se dieron cuenta de que la cruz de madera que se alzaba en lo alto de la montaña no era solo una forma de protegerse de los espíritus malignos, sino también un símbolo de su fe y su conexión con el mundo mágico que los rodeaba. A partir de entonces, cada vez que alguien se aventuraba a subir la montaña, llevaba consigo una pequeña cruz de madera para protegerse de los peligros y conectarse con la magia del lugar.

Un día, una mujer llamada Rosa llegó al pueblo en busca de un lugar para quedarse. Rosa era una mujer muy amable y tenía un gran corazón. Después de conocer a la gente de Pitaluandia, decidió quedarse y hacer su hogar allí.

Con el tiempo, Rosa se convirtió en una parte importante de la comunidad. Ayudaba a la gente en todo lo que podía, desde cocinar y cuidar a los niños hasta cultivar la tierra y cuidar a los animales. La gente estaba muy agradecida por su ayuda y la consideraban como una de las suyas.

A medida que pasaba el tiempo, el pueblo creció y se desarrolló. Construyeron casas y edificios, plantaron más cultivos y crearon nuevas tradiciones. A pesar de los cambios, la gente nunca perdió su amor por la naturaleza y su respeto por el medio ambiente.

Una noche, una fuerte tormenta golpeó el pueblo. Los vientos soplaban con fuerza y la lluvia caía incesantemente. La gente se preocupó por los árboles y los cultivos que habían cultivado con tanto cuidado. Pero en la mañana, cuando salieron a ver los daños, se sorprendieron al encontrar que sus árboles y cultivos habían sobrevivido a la tormenta.

Fue entonces cuando la gente de Pitaluandia se dio cuenta de que su amor y respeto por la naturaleza habían dado sus frutos. Su forma de vida sostenible había permitido que la naturaleza se recuperara rápidamente de la tormenta. Desde ese día, la gente continuó viviendo en armonía con la naturaleza y enseñando a otros pueblos la importancia de respetar el medio ambiente. 

La historia de Pitaluandia se convirtió en una leyenda que se contó de generación en generación, recordando a todos la importancia de cuidar y proteger nuestro mundo natural.

Lo más característico de este lugar era el aroma del café que se desparramaba por toda la zona. Antiguamente los campos estaban llenos de cafetales que se extendían por kilómetros y que se convertían en un mar de hojas verdes cuando llegaba la época de cosecha.

Un día, un viajero que pasaba por la carretera se detuvo para descansar y admirar la vista de Pitaluandia. Se quedó impresionado por la belleza del pueblo y por el aroma embriagador del café que se mezclaba con el aire fresco del valle.

Decidió aventurarse a explorar el pueblo y, al llegar, se encontró con una comunidad unida y amable. Los habitantes lo recibieron con los brazos abiertos y le invitaron a probar el delicioso café de la región. El viajero nunca había probado un café tan rico y aromático como el que se producía en Pitaluandia.

Al final de su estancia, el viajero decidió regalarle a la comunidad un molino de café moderno y eficiente que les permitiría mejorar aún más la calidad de su producto. Los habitantes de Pitaluandia se emocionaron con el regalo y se sintieron agradecidos con el viajero por su ayuda y su amabilidad.

Hoy en día, Pitaluandia sigue siendo un lugar mágico, donde el aroma del café se mezcla con la tranquilidad de sus calles y la majestuosidad de sus cerros. Y aunque ha logrado un gran éxito gracias a su café, los habitantes nunca olvidan que su verdadera riqueza se encuentra en su comunidad y en la naturaleza que los rodea. (Un texto escrito en honor a los pobladores de San Fernando, Chiapas. El nombre imaginario fue inventado por Luis Adrián y Leonardo, mis nietos.)