El miedo es una emoción que se ha estudiado mucho en la política. Sin embargo, el énfasis se ha puesto en los efectos que tiene en la sociedad, no en lo que sienten los personajes cuando están luchando por el poder. En las campañas electorales, señalar al adversario como una persona miedosa es una actividad recurrente.
La acusación en este sentido tiene como objetivos principales dañar la reputación, provocar nerviosismo y desviar su agenda. A pesar de que tener miedo es una alarma positiva que sirve para protegernos de diversos riesgos, en los conflictos políticos es considerado un recurso que puede llegar a ser efectivo.
En la gestión de gobierno lo es. Una sociedad con miedo es más fácilmente controlable y manipulable. El miedo, desde esta perspectiva, no distingue ideologías, leyes ni situaciones. Y si además funciona para doblegar a quienes representan un riesgo para mantenerse en el poder, la fórmula parece mucho mejor.
En realidad, son muchos los miedos que se pueden provocar en la sociedad. Y también en los enemigos. A nivel social, las amenazas pueden ir desde el daño que podría causar un abuso de poder, hasta temer por la salud, la integridad física y la vida misma. Los estados paternalistas y las dictaduras saben muy bien como provocar toda esta gama de emociones.
En los conflictos políticos, la lista también es enorme. Pueden ir desde la creación de una fake news hasta la difusión de un videoescándalo. O desde exhibir al oponente con el fin de lincharlo mediáticamente, hasta cualquiera de las expresiones de pánico que hoy puede generar la persecución política por la vía judicial.
El rostro multifacético del miedo entre los líderes políticos también está relacionado con el engaño y la traición. A mayor información delicada o comprometedora que puedan tener los aliados o los amigos, mayor es el riesgo de sufrir las consecuencias negativas en los medios de comunicación y redes sociales, como resultado de un conflicto interno mal manejado.
Aún más. Las acusaciones de cobardía —otra emoción asociada con el miedo— pueden hacerse públicas porque el adversario rechaza un debate, porque no está enfrentando al crimen organizado, porque no toma decisiones con la oportunidad requerida o porque no quiere hacer frente a personajes corruptos de gran poder económico o político.
Parafraseando a Eduardo Galeano, para los políticos hoy también es el tiempo del miedo. Miedo a los atentados. Miedo a la difamación. Miedo al fracaso. Miedo a la derrota. Miedo a la delincuencia organizada. Miedo a perder los privilegios. Miedo a los errores cometidos en el pasado. Miedo a la verdad. Miedo a los cuestionamientos y críticas de los medios de comunicación. Miedo a la transparencia y a la rendición de cuentas.
¡Miedo a la sociedad sin miedo!
En el espacio público nadie está exento de riesgos. Mucho menos de vulnerabilidades. Todos tienen amenazas y debilidades capaces de provocar algún tipo de miedo. De ahí la importancia que adquiere el aprender a no demostrarlas, porque los líderes débiles no tienen ni presente ni futuro. Tarde o temprano, siempre terminan por ser rechazados.
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Para dominar al miedo, hace falta más que valor. La conciencia está más tranquila cuando se tiene el mayor control de la información y de la legitimidad de lo que se ha hecho en la vida. Pero por encima de todo se requiere la capacidad y la determinación para apegarse al marco jurídico, a entender y aceptar los contrapesos de los poderes y ajustarse a valores éticos muy estrictos.
Algunos investigadores consideran que para no tener miedo se necesita, además, mucho poder: complementado con cierta dosis de cinismo. Pero el primero no es permanente, salvo raras excepciones. Y el segundo casi nunca es conveniente. En contraste, la seguridad en sí mismo y la audacia se tienen que convertir en sus mejores cualidades como personaje público. Y si se les llega a dominar, el miedo no será más que un fantasma que aparece de vez en cuando.
El buen líder no demuestra su miedo. Lo controla. Lo esconde. Lo evade. Sabe cómo defenderse de los ataques infundados. Asume las zonas de incertidumbre como algo natural. Diagnostica constantemente. Evalúa opciones. Escucha consejos de los expertos. Se entrena para manejar ésta y otras emociones con la seguridad y aplomo que requiere cada circunstancia. Se prepara siempre para el peor de los escenarios.
Aunque parezca paradójico —o absurdo— conviene insistir en que utilizar el miedo como arma política contra el adversario no es lo más recomendable. La razón es obvia, porque al recurrir a ésta se envía también una señal de desesperación y preocupación. Por lo tanto, el miedo es un arma que debe ser utilizada con mucho cuidado en cualquier estrategia de comunicación.