Los procesos de toma de decisiones son complejos. Pero lo son más cuando están relacionados con el diseño de políticas públicas, la seguridad nacional, las negociaciones con adversarios y de manera especial durante la gestión de crisis económicas, desastres, tragedias o conflictos.
En democracia, es normal creer que las decisiones finales recaen sobre una sola persona, lo cual es parcialmente cierto. Sin embargo, el modelo de ejercicio de autoridad en un régimen presidencialista como el nuestro está basado en un sistema de equilibrios que limitan la concentración de poder en todas las instituciones.
Cierto es que elegimos a los personajes políticos para que tomen decisiones porque confiamos en su liderazgo. En su inteligencia. En sus capacidades o habilidades. En contraste, es un hecho que también tienen limitaciones que a veces no alcanzamos a percibir. Y que podrían afectar su juicio a la hora de decidir.
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Durante décadas nos trataron de convencer de que el presidente de la República era la persona más informada y el líder al que no se le podía contradecir, mucho menos cuestionar sus decisiones. Era percibido, sin exagerar, como “un ser supremo”.
“El presidente no se equivoca” o “el presidente siempre tiene la razón” eran frases comunes e incuestionables, sobre todo para sus colaboradores. Muy pocos podían hablarle con sinceridad o corregirlo cuando cometía un error o estaba a punto de cometerlo.
De tanto que se los decían, algunos presidentes llegaban a considerarse seres únicos e infalibles. Por lo tanto, muchas de las decisiones que tomaban sin considerar el diagnóstico, análisis o el consejo de los expertos los llevaban a cometer grandes errores. Los ejemplos sobran.
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La cultura del “Sí, señor, lo que usted diga” correspondía más con un régimen dictatorial que con uno democrático. Por eso, un sin fin de equipos de asesores eran ocupados por gente a la que se le pedía lealtad, antes que capacidad y experiencia. Por personas que eran familiares, a las que se les pagaba algún favor o a las que de plano se les “congelaba”.
En aquellos tiempos, la ciudadanía no conocía la forma en que se tomaban las decisiones. La opacidad de la administración pública —y la deficiente fiscalización de los recursos de los partidos políticos— impedía conocer los altos costos de los equipos que tenían los líderes para tomar las grandes decisiones nacionales.
Consulta: Lilia Gómez Jiménez y Alfonso León Pérez. "Presidencialismo mexicano: debilitamiento de los contrapesos y controversias con poderes federales", en Política y Cultura, UAM Xochimilco, número 57, enero-junio 2022.
En otras palabras, la concentración del poder era vista con normalidad. El problema es que en años recientes varios de los gobiernos populistas han regresado a estos esquemas. La polarización simplifica los procesos de toma de decisiones y buena parte de quienes tienen la responsabilidad de apoyarlos no les permiten cumplir con su importante labor.
En el trabajo de consultoría política debemos asumir que el cliente no siempre tiene la razón. Cuando es así, lo profesional y lo responsable es decírselo. A nadie conviene el engaño o la complacencia. La experiencia nos ha permitido conocer el enorme valor que ofrece la investigación para sugerir las mejores tácticas y tomar las mejores decisiones posibles. También para elaborar las mejores narrativas, discursos y líneas de mensaje.
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En el mismo sentido, comprendemos que los líderes a los que asesoramos no pueden lograr los mejores resultados sólo confiando en su instinto. De hecho, nadie posee esa capacidad. Cuando se hace a un lado la investigación, el análisis o la experiencia de otros se incrementa la zona de riesgo. Las ocurrencias o las decisiones impensadas suelen ser las que generan los peores efectos.
Las decisiones deben estar sólidamente fundamentadas. Para eso, los líderes políticos están obligados a contar con una asesoría profesional y experimentada. No aprovechar las ventajas que les ofrecen estos equipos podrían derivar en una especie de autoritarismo, poniendo en riesgo la gobernabilidad, la eficacia en las políticas públicas y su reputación.
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Por otra parte, es igualmente importante contar con el pulso de la opinión, emociones y expectativas de la ciudadanía. Los estudios a fondo —tanto los cualitativos como los cuantitativos— sirven para conocer mucho más que la popularidad de los líderes o las intenciones de voto.
Además, existen técnicas valiosas para que la participación ciudadana incida en las decisiones de las autoridades que involucran directamente a la sociedad. De igual forma, los medios digitales y las redes sociales ofrecen información muy útil cuando parten de análisis responsables y serios.
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Con toda razón se puede decir que existen empresas y equipos que realizan con éxito este tipo de labores. Cierto. Lo malo es que muchos de estos esfuerzos no se ven reflejados en los procesos de toma de decisiones por la enorme concentración de poder que caracteriza a nuestro sistema político.
A todo lo anterior, es preciso agregar que el buen líder debe poseer una gran inteligencia emocional para que se le apoye de la mejor manera posible. Y para incrementar los niveles de eficacia, todos los recursos disponibles se aprovechan mejor si se manejan desde un Cuarto de Situación adaptado a las necesidades de la institución, apegado a un Código de Ética y en el que no se le diga al Jefe sólo lo que quiere escuchar.
Recomendación editorial: Eduardo Villarreal Cantú. Instrumentos de políticas públicas. México: Siglo XXI, 2020.