Despertar con el aullido de los monos saraguatos, antes del amanecer, indica que uno ha llegado a la selva. Nunca la conocí, hasta hace un par de semanas, cuando me adentré en las entrañas de la Lacandona. Mis únicas referencias del lugar habían navegado entre los riesgos de extinción, la imponencia de sus especies y la presencia de guerrilleros años atrás.
Llegar tiene sus particularidades. No es un trayecto largo, pero que, sí requiere la paciencia ante la tiranía de los topes vehiculares, y la suerte de que los entusiastas bloqueadores de caminos se abstengan de hacerlo.
Tras camionetas y lanchas llegamos a la isla que alberga a Canto de la Selva, un complejo sustentable operado por un grupo de 50 ejidatarios que apuestan a la conservación mediante actividades respetuosas con el ambiente. Una ceiba se alza hacia los cielos para dar una bienvenida imponente a quienes, por unos días, soltamos los brazos de la modernidad para acurrucarnos con la naturaleza.
Mis primeras impresiones fueron de perplejidad. Las imágenes de árboles majestuosos, con el vuelo de pericos, guacamayas y tucanes, me parecían tan irreales como si, de repente, hubiera aparecido en una película de Indiana Jones. Mas la selva es generosa, y a medida que te envuelve entre aromas y sonidos, un creciente orgullo emerge desde la boca del estómago para convertirse en la sonrisa de decir: este es mi país.
Desde la isla, uno se traslada a diversos puntos que forman el circuito de áreas de conservación y ecoturismo. Sabiamente, los ejidatarios que protegen estas zonas, han diseñado actividades complementarias para diversificar las visitas y experiencias. Con la familia Ríos, en Selvaje, los monos araña te observan con curiosidad mientras caminas los puentes colgantes encumbrados entre las puntas de las ceibas.
En Canto, Pepe te acompaña a colocar cámaras trampa por si, de casualidad, un jaguar llegase a pasar en las noches (no pasó). En Casa del Morpho, se aprende la transformación de mariposas en arte, con la todavía zozobra del mariposario devorado en las inundaciones de 2020. También está Estación Chajul, una estación para la conservación de la biodiversidad dentro del Área Natural Protegida de Montes Azules.
Pero visitar la selva es también visitar un sitio en proceso de devastación. En apenas un siglo, cerca del 90% de toda la selva que existía en México ha desaparecido. A la Lacandona, que en algún momento tuvo 1.8 millones de hectáreas, sólo le quedan 600 mil. La devastación se remota a inicios del siglo pasado, con la tala de caoba y maderas preciosas que tardaron centenares de años en crecer, y horas en derrumbarse. Luego vino la transformación de la tierra para su uso agrícola y ganadero. Hoy, a estos dos últimos, se le suman los traficantes de animales, las disputas entre comunidades y el cambio climático.
Una particularidad de la selva es que es un ecosistema completo, entero. Su existencia depende de la circularidad de su propio ecosistema y, cuando una parte desaparece, la degradación es inevitable. Uno podrá lanzar semillas de limón y tener un limonero; mas una vez que desaparece un centímetro de selva, este jamás regresa. Perder a la Lacandona, significaría perder al sitio que alberga el 20% de todas las especies que existen en el país; no dejemos que los tucanes sólo vivan en mochilas verdes.
Uno solo entiende la importancia de defender a la selva cuando la conoce. Y es posible hacerlo visitando los centros ecoturísticos que regresan la generosidad de la naturaleza con medidas de conservación, y también exigiendo a los partidos y gobiernos que hagan su trabajo. La Lacandona, con sus saraguatos, aúlla y canta para que sea bandera de lucha de cada uno de los que vivimos en México.