Damián Zepeda, senador del PAN, dijo hace un año que “el monopolio de la sucesión presidencial es de Morena y que la alianza entre el PRI y su partido es un error”. Hoy, su planteamiento se mantiene vigente porque los hechos así lo demuestran.
La realidad se impone. La oposición no termina por elegir a su candidato o candidata. Tampoco ha presentado a la ciudadanía el método para su elección. Mientras tanto, la aspirante y los aspirantes de Morena siguen consolidándose en las preferencias de la ciudadanía.
Por donde se le vea, el monopolio de la sucesión se ha convertido en la mayor ventaja que tiene Morena. Primero, porque sus aspirantes tienen un amplio margen de maniobra para promover su imagen. Segundo, porque el tiempo es muy reducido para hacer competitiva la candidatura del frente opositor.
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En el marco de la batalla que se libró sobre el Plan B y el proceso de selección de nuevos consejeros del INE, los destapes y acciones de quienes buscan la candidatura de Va por México pasan inadvertidos. No son nota. No generan expectativa. No emocionan.
El monopolio de la sucesión presidencial cumple así con su misión. No son pocos quienes consideran que —sea quien sea la persona elegida por Morena— tiene enormes posibilidades de ganar la presidencia el próximo año. El frente opositor, entonces, parece un simple observador.
Los monopolios de poder en democracia deberían ser inaceptables. Van contra sus principios y valores. Degradan a las instituciones. Debilitan a la sociedad. Ponen en riesgo los derechos y libertades fundamentales.
Si bien es cierto que el concepto de monopolio está asociado con la economía, para la ciencia política, la sociología y la comunicación resulta muy útil en la comprensión de algunos fenómenos. Más en las situaciones de concentración de poder y polarización que caracterizan a los gobiernos populistas.
Aún más. Cualquier monopolio de poder altera los factores de gobernabilidad. También es terreno propicio para la impunidad y dificulta el cumplimiento de las leyes. Con su desmesura, se ejerce un mayor dominio sobre los más débiles y se alteran en forma negativa los equilibrios y contrapesos entre los poderes. El PRI demostró su eficacia durante siete décadas.
Por esta razón, el único monopolio permitido por la democracia es el de violencia que puede ejercer el Estado. Recurrir a este instrumento es legítimo cuando se trata de salvaguardar la soberanía nacional y la seguridad de la población. Ni más, ni menos.
No obstante lo anterior, hay ciertas condiciones que los gobiernos deben cumplir: que el Estado y sus leyes despojen a individuos y grupos del uso de la violencia como vía para la solución de sus conflictos, que se mantenga un efectivo equilibrio entre los poderes y que haya instituciones autónomas que garanticen el respeto a los derechos humanos.
Cierto es también que se puede considerar como monopolio a otros recursos con que cuenta el Estado: el cobro de impuestos, por ejemplo. Sin embargo, no existe ninguna razón para que la sociedad apruebe, simpatice o acepte el monopolio de las elecciones en cualesquiera de sus leyes, instituciones o procesos.
Desde esta perspectiva, el monopolio de la sucesión presidencial es a todas luces injustificable. El problema está en que la responsabilidad del fenómeno no se le puede atribuir al presidente Andrés Manuel López Obrador ni a Morena. La posibilidad y el espacio que ocupan es responsabilidad también del frente opositor.
Es muy probable que la alianza en contra de Morena y sus aliados tenga una estrategia. Lo que no se percibe con claridad es su efectividad. No hay duda que anticiparse a los tiempos marcados por la legislación electoral tiene altos costos económicos y políticos. Sin embargo, cada día que se mantiene el monopolio se reducen sus posibilidades de lograr una candidatura competitiva, mucho menos ganadora.