Al grito de “¡Fuera Piña, fuera Piña!”, asistentes atraídos por políticos morenistas el lunes pasado al Zócalo de la Ciudad de México, para la celebración del 85 aniversario de la Expropiación Petrolera, prendieron fuego a una figura de la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Norma Lucía Piña.
No muy lejos de ahí, apenas a unos metros estaba instalada la Santa Inquisición durante la Colonia en México. Es un edificio sobrio que se ubica frente a la plaza de Santo Domingo y en contra esquina de la ahora Secretaría de Educación Pública.
Durante muchos años los integrantes de este jurado persiguieron a quienes no pensaban como ellos, o quienes se apartaban de la fe católica. Por supuesto se hacían voz de un Dios que muy difícilmente les hubiera impulsado a cometer tantos tormentos a seres humanos de distinta nomenclatura. La violación a esos derechos humanos causaba temor, miedo y dolor…
Y, según cuenta don Luis González y González, el enorme historiador mexicano, en muchas ocasiones la quema del personaje juzgado era en imagen, mientras que la persona estaba encarcelada en mazmorras, su figura era quemada de forma pública para escarmiento y para ejemplo de lo que no debe ser, según ese criterio inquisitorial.
Fueron muchos años –casi trescientos– los que duró esta Inquisición en México y hoy se recuerda como uno de los momentos más terribles y lamentables por la manera como se quemaba a otros en sus ideas, en sus acciones, en sus tareas, en sus responsabilidades.
Tenía que llegar el siglo XIX, la Independencia mexicana, la búsqueda de una identidad nacional y la integración de una República para detener aquellos dolorosos ejemplos de la aplicación selectiva de la justicia desde un gobierno virreinal lamentable.
El siglo XIX fue un siglo de leyes en México. La formación de instituciones de gobierno. La idea de la democracia. La idea de la justicia por medio de la aplicación de las leyes civiles. La separación de la iglesia y del gobierno para hacerlo laico y sostenido por una Constitución.
Pero nada. Sí ha sido largo y problemático el camino para intentar consolidar instituciones de Estado, instituciones creadas para solucionar la relación entre gobierno y ciudadanos y habitantes de nuestro país.
La separación de poderes es propia de una República sana y de un sistema democrático que aspira a consolidarse. El cara a cara entre la ambición de poder y las leyes en la mano están en pugna día a día, minuto a minuto… en el mundo –cierto– pero sobre todo en nuestro país que es una República, representativa, popular y democrática hoy en vilo..
Porque de pronto las cosas no son tan como la hubieran querido nuestros padres fundadores de la República Mexicana.
A lo largo de nuestra historia desde ese siglo XIX, el siglo de las leyes, hemos tenido gobiernos sanos –si– como aquellos años de la República Restaurada –1867-1876–. En los que la búsqueda era la consolidación institucional de gobierno democrático, la creación de instituciones de Estado y la justicia tanto en la sociedad como en el gobierno, así como su interrelación.
Y cuando suponíamos que poco a poco llegábamos a ese punto ideal de toda República, pues no, no y no. Es entonces cuando nos damos cuenta de quién es el que ha cometido el error: nosotros que no hemos valorado nuestro peso específico en democracia y hemos permitido que otros hagan y deshagan, en nuestro nombre, aun en conflicto con nuestros intereses colectivos o individuales…
Esos gobiernos que se han aprovechado de esa debilidad ciudadana y debilidad democrática para hacerse de un poder mal entendido. Mal orientado y perjudicial para el presente y futuro de esta Nación mexicana. De esta República.
Así que cuando esa no separación de poderes que por muchos años imperaba en el país parecía que habría de cambiar para hacerla efectiva, para que cada parte –Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial– hiciera lo que corresponde a sus responsabilidades y ser factor de equilibrio de gobierno y de justicia y de leyes, no es así.
Aunque se prometió que esa separación de poderes sería fuerte y potente según se dijo en diciembre de 2018.
Y cuando las cosas en esos gobiernos no salen como quisieran, surge ese discurso de odio y de confrontación desde Palacio Nacional. La descalificación. El dardo envenenado. La demostración de una autoridad sin consensos. La fuerza del Estado en contra del Estado mismo.
A la llegada como presidenta de la SCJN de la Ministra Piña comenzaron los discursos en los que se la señalaba como incapaz, ‘grosera’ por no levantarse a aplaudir al Ejecutivo en una ceremonia; como inútil para coordinar el desorden en lo que –dice ese discurso– se ha convertido el Poder Judicial. La “Judicatura está de florero”, se dice desde ahí. Y tanto más.
Y con ese discurso prácticamente se invita al odio, a la confrontación, al “o ellos o nosotros”, a la continuación de un gobierno por la fuerza, y no por la vía de la democracia.
Así que el resultado de este discurso de odio estuvo ahí, en el Zócalo, concreto, evidente, sin ocultamientos, para demostrar que “la ministra Piña debe estar fuera de la SCJN” mientras que un grupo de caníbales políticos –ellas y ellos– bailaban como apaches alrededor de la fogata que como en tiempos de la Inquisición quemaba a la figura de la Ministra Presidente.
Por supuesto, al día siguiente, todos los actores del tema sacaron las manos y “descalificaron el hecho”. A lo dicho por Palacio Nacional siguieron enseguida las "corcholatas", obedientes, que lo mismo hubieran dicho lo contrario si las palabras del Ejecutivo hubieran sido distintas.
¿Es este el país que nos tenían prometido? ¿El de la confrontación entre mexicanos? ¿El del odio y el desprecio? ¿El de la amenaza a la República en su separación de poderes? ¿El de la caída de las instituciones democráticas?... ¿El de la democracia selectiva?
Si. La República está en vilo.