Ya está a la vista, en septiembre próximo, el inicio del proceso para suceder al rector de la UNAM, Enrique Graue, un hombre inclinado a mantener un bajo perfil. Sin embargo, le ha caído encima el dilema de conservar su estilo o desafiar al entorno, cada vez más enrarecido, que se construye desde Palacio para presentar a la casa de estudios en el listado de adversarios dentro de la narrativa presidencial.
De acuerdo con testimonios obtenidos por este espacio, las previsiones del equipo cercano al rector Graue apuntan a una ebullición política dentro de la Universidad, afectada durante la presente administración por paros y “huelgas” sistemáticos en sus facultades, escuelas y demás instalaciones, muchos de los cuales lucen las huellas digitales del oficialismo. Este estado de cosas ha confirmado tres principios extendidos en la UNAM: su alta vulnerabilidad ante provocaciones, su incapacidad estructural para depurar vicios y rezagos, y su incapacidad para remover la pasividad del mundo estudiantil cuando elementos ajenos sabotean su derecho a ser formados para la vida profesional.
La crisis por la falsificación reiterada de sus tesis de grado por parte de la ministra Yasmín Esquivel no ha hecho sino a fortalecer una cadena de desaires y amagos por parte de la autonombrada cuarta transformación. La más reciente, un anteproyecto de ley que sujetaría la elección de rector a una elección universal de alumnos y maestros, presentada por un diputado federal de Morena cuyo nombre no vale la pena mencionar.
El fermento de una posible crisis mayor es generado por una cerrazón unilateral absoluta al diálogo desde el gobierno de López Obrador ante el rectorado de Graue. Salvo algún saludo protocolario, éste último no ha sido recibido por el presidente, y sobrarían los dedos de una mano para enumerar las reuniones sostenidas con los sucesivos titulares de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en la presente administración.
El desdén se extiende a todo el sistema nacional de educación superior, incluido el resto de los rectores de las universidades públicas del país. En realidad, el rechazo parece ser hacia la ciencia, la cultura y otras expresiones de la inteligencia desde la academia. López Obrador abona cada mañana el sentimiento “anti-intelectual” que se extiende entre nosotros.
El interlocutor único gubernamental con las casas de enseñanza universitaria pública es el subsecretario la SEP, Luciano Concheiro, un hombre de izquierdas desde su militancia en el Partido Comunista Mexicano y en los movimientos estudiantiles (1968 y 1971) de la otrora Escuela Nacional de Economía de la UNAM, donde trabó una ya añeja relación, incluso de parentesco, con otro exdirigente de la época, Pablo Gómez, actual titular de la Unidad de Inteligencia Financiera (UNAM).
“Atiende (Concheiro) con ánimo sincero, pero resuelve poco. En temas presupuestales clave, busca abrir puertas de Hacienda, casi siempre sin éxito”, refieren testimonios de primer nivel compartidos desde la UNAM y otras instancias del ecosistema universitario.
Es verosímil, entonces, el pronóstico de una convulsión en la UNAM en el contexto de su proceso sucesorio, alimentada por los resortes internos aceitados por años dentro del círculo de colaboradores de a López Obrador, primero en el PRD y ahora desde Morena. El conflicto se nutriría de la retórica que polariza al país y podría encontrar eco en grupos de jóvenes frustrados por la falta de acceso a estudios superiores o, peor, entre aquellos para los cuales una carrera universitaria no es ya garantía de ascenso en la escala social, ni siquiera de un empleo estable.
Frente a ese escenario de tormenta, Graue, capitán del barco de la UNAM, podrá mirarse en varios espejos: lo mismo el de Ignacio Chávez, no sólo también médico, sino padre de la cardiología mexicana moderna, expulsado de la Rectoría a empellones en abril de 1966 por “porros” de la Facultad de Derecho encabezados por Miguel Castro Bustos y Leopoldo Sánchez Duarte, que mostraban ligas directas con el partido gobernante de entonces, el PRI -el primero de ellos fue actor igualmente de la caída, en 1972, del entonces rector Pablo González Casanova.
La renuncia de Chávez trajo a escena a otra figura histórica, el ingeniero Javier Barros Sierra, el rector del “68 mexicano”, que defendió la autonomía y encaró al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, el más autoritario en la etapa moderna del país.
Y si frente a esos espejos el rector Graue sigue embargado por el espíritu de Hamlet -el príncipe de la indecisión-, habría que sugerirle repasar la biografía de Winston Churchill. En 1938, siendo diputado, el legendario político inglés encaró al entonces primer ministro Neville Chamberlain, quien pasó a la historia por otorgar a los nazis concesiones a cambio de promesas nunca cumplidas.
“Decidieron escoger -dijo Churchill a Chamberlain- entre el deshonor y la guerra. Eligieron el deshonor. Ahora tendrán deshonor y guerra”. En 1940 Churchill relevó a Chamberlain y enfrentó sin asumo de duda al monstruo nazi teniendo a sus espaldas a toda una nación.