Desde el principio de su administración se trató de dos cosas: demostrar que podía atentar contra los derechos de los gobernados —sin que hubiera ningún tipo de consecuencia, más allá de algunas protestas aisladas— y mentir, con total impunidad, sin que sus engaños afectaran el consenso de amplios segmentos de la población, beneficiarios de sus programas clientelares y para quienes la cosa pública no tiene mayor relevancia, como no sea recibir apoyos en efectivo y becas.
La desaparición de las estancias infantiles debió ser el primer acto de gobierno ampliamente cuestionado por la sociedad, pues se dejaba en el desamparo a las hijas e hijos de madres trabajadoras, que tuvieron que recurrir a apoyos familiares —cuando los había— o a los vecinos o pagar por un servicio que antes proveía el gobierno y que, de pronto, dejó de existir.
Bastaron dos argumentos para desmovilizar cualquier protesta: que las estancias infantiles estaban plagadas de corrupción y que con ellas se beneficiaba a cercanos al expresidente Felipe Calderón. Ninguno de los argumentos resultó cierto: la Secretaría de Bienestar —de la que dependían las estancias— jamás probó la existencia de tal corrupción y, por tanto, no hubo denuncias ni ante la Secretaría de la Función Pública, ni ante la Fiscalía General de la República. Todo se trató de un burdo espectáculo de difamación orquestado desde Palacio Nacional, donde el héroe se autoimpuso la medalla del reconocimiento por el combate a una corrupción inexistente.
Vendría después la crisis del desabasto de medicamentos. Para el señor que cobra como presidente de la República, lo primordial era romper con el “monopolio” constituido por más de 26 empresas farmacéuticas, lo que a sus ojos constituía una “fuente de corrupción”.
En el fondo, también se trató de una estrategia tendente a demostrar que podía meterse con la salud de los gobernados y que ello no tendría ninguna consecuencia negativa para su gobierno.
Las medidas dictadas desde Palacio Nacional incluyeron el atentar contra el principio de legalidad, por el cual ningún servidor público puede hacer ni más ni menos que lo establecido en la Constitución y las leyes. Al habitante de Palacio Nacional no le importó tal principio y determinó que fuera la Oficialía Mayor de la Secretaría de Hacienda, quien se encargara de los procesos de compra, en abierta contravención a lo establecido en la Ley General de Salud y en el artículo 39 de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal.
Apenas la semana pasada, el columnista de El Universal, Mario Maldonado, daba a conocer la existencia de un cártel de microempresas, a las que el gobierno que dice no mentir, no robar, ni traicionar al pueblo, ha beneficiado con contratos en el ámbito de la salud por más de 3 mil 800 millones de pesos. Se trata de las empresas Atlantis Operadora de Servicios de Salud, Corporativo Médico Community Doctors y Challenge Consulting. Dice el columnista Maldonado que “se ha buscado esconder los contratos en la plataforma Compranet, no sólo eliminándolos de la nueva versión de la plataforma Compranet 5.0 y reservándolos para su exposición en la versión tradicional, sino alterando los montos totales del servicio para reportar únicamente el costo de cada atención individual”.
Antes, cuando a Raquel Buenrostro se le comenzó a hacer bolas el engrudo, en los procesos de adquisición de medicamentos, se le relevó del problema y se decidió contratar a la Oficina de las Naciones Unidas para Servicios de Proyectos (UNOPS), para tal labor. Dicha oficina, terminó sirviendo como intermediaria en la adquisición de medicamentos a la empresa Pisa —una de las cuestionadas por López Obrador, por encarecimiento y monopolio— lo que terminó por demostrar la inoperancia de sus medidas, el daño al erario provocado por el encarecimiento de los medicamentos y el desdén por la salud de los gobernados, a quienes prometió servicios de salud “como en Dinamarca”.
Entre los pretextos para que la Secretaría de Salud no realizara los procedimientos de compras consolidadas, estuvieron —desde luego— los señalamientos de “corrupción”, que terminaron pegándole al secretario Jorge Alcocer Varela, sin que tal cosa le importara demasiado. No cabe duda que, perder la dignidad y el honor, es moneda de cambio aceptable para quienes anhelan trascender en el ánimo del señor presidente de la República.
En campaña, López Obrador se comprometió a retirar al Ejército de las tareas de seguridad pública. Jamás cambio de opinión; más bien engañó a todos desde el principio. Su amasiato con el Ejército —al que por cierto se le han venido sumando varias masacres contra civiles, como es el caso del reciente asesinato de cinco jóvenes en Nuevo Laredo, Tamaulipas— prueba que, en el fondo, Andrés Manuel López Obrador siempre soñó con ser como su némesis: Felipe de Jesús Calderón Hinojosa. Si éste inició una guerra contra los cárteles de la droga, aquél iniciaría su propia batalla contra los “conservadores” y los “neoliberales” —sus molinos de viento favoritos— bajo la sospecha de sus propios vínculos con la delincuencia organizada.
Tiene sentido que, para muchos gobernados, López Obrador sea uno de los mejores presidentes de México: es el único que se ha atrevido a regalar dinero público para mantener su imagen de magnanimidad. Todo lo demás puede ser destruido, que al fin y al cabo el Estado es él.