Al menos, desde la Ilustración, en el siglo XVIII, el cerebro ha sido uno de los objetos del deseo y de fascinación de las ciencias modernas. La predilección ha sido tal, que es un tema en boga hasta el día de hoy, sobretodo, ante las propuestas de interacción entre nuestra actividad cerebral y mundos virtuales. La relevancia en el mundo científico ha llegado a tal grado que el estado del cerebro es el que determina la presencia o la trascendencia de una persona. Y cada vez más, surgen nuevas disciplinas que estudian sólo una parte o un fragmento de todo el órgano principal del sistema nervioso central.
En medio de esa fiebre de conocimiento del cerebro, egresada de biotecnología, Lu Ciccia se cuestionó las formas en las que se elaboran los protocolos científicos, en específico, aquellos enfocados al conocimiento profundo del órgano principal del sistema nervioso central. Algunas de las preguntas que le surgieron son ¿Existe un sesgo de género en la ciencia? ¿Las investigaciones científicas condicionan a las y los participantes en los protocolos de estudio por su género? ¿Los resultados de las investigaciones realmente nos ofrecen una lectura completa de la respuesta a alguna problemática?
Su cuestionamiento surge al percatarse que en su estudio sobre el receptor 5HT-2A, implicado en ciertos tipos de psicosis, como la esquizofrenia, sólo se le permitía monitorear a ratones machos, una práctica muy común en todos los centros de investigación. Lo anterior la puso en alerta, pues durante su formación en biotecnología se argumentaba la predominancia en el dimorfismo, que habla de dos tipos biológicos conforme a las posibilidades reproductivas de las personas, implicando genes, genitales, concentraciones hormonales, órganos y sistemas fisiológicos.
Además de mostrar que, en realidad, la investigación científica, apela a un modelo único fisiológico que no toma en cuenta las posibles diferencias sexuales, pero que si las enuncia al asegurar que el cerebro de los hombres está más enfocado a la razón y el de las mujeres a la empatía.
En aras de entrar en una discusión epistemológica sobre el dimorfismo y los posibles sesgos de género y de sexo en el campo de las neurociencias, Ciccia realizó una revisión de dicho discurso, desde que se planteó en la ciencia moderna, entre los siglos XVII y XVIII hasta nuestros días.
Para llevar a cabo esta discusión, la también especialista utiliza herramientas como la deconstrucción, en el sentido derridiano de la lectura de textos a través del análisis de los significados desde otra perspectiva, no ceñida al discurso que el propio autor o autora desea exponer y la lectura revolucionaria de los cuerpos, cuyo objetivo es ayudar a visibilizar las formas en que reproducimos lo que criticamos y nos alejemos de esa concepción único que nos habíamos construido a través de una perspectiva jerárquica.
A través de un ejercicio combinatorio de ciencias biológica y de teoría feminista, la especialista plantea que las formas en que se ha construido el discurso sobre la diferenciación sexual en los cerebros mantiene ciertos sesgos o mantiene ciertas posturas polémicas ante la falta de una visión inclusiva en el campo científico o de una mirada crítica en la que se incluyan epistemologías surgidas desde las bases del feminismo.
El camino elegido por la autora para resolver las dudas derivadas del dimorfismo sexual y el papel de la ciencia en cuanto a la identificación y a delimitación de los sexos es el de la revisión histórica crítica de la construcción del discurso de la existencia de dos sexos, derivada de las ideas planteadas a partir del siglo XVIII, de que no existe sólo un cuerpo único, que dependiendo de los humores o de los calores, tiene pene o vulva. Sino que, anatómicamente, se observaron diferencias muy significativas entre los cuerpos de hombres y de mujeres, sobre todo, en lo referente a sus genitales, y por ende, a sus funcionamientos.
Dicha diferenciación justificó ciertas desigualdades sociales en el sentido de la asignación de roles en las sociedades preindustriales tanto para hombres como para mujeres, que después, se acentuarían como parte de los impactos sociales de las revoluciones industriales. Pero, esas diferencias no sólo se basaron en la genitalidad, sino que también, observa Ciccia, en los cerebros, pues comienzan a surgir afirmaciones sobre la superioridad de algunos cerebros por sobre de otros, incluso hasta de tamaño. Aunque en contraparte, las muy pocas científicas que tenían voz en aquella época argumentaban que lo anterior era falso y que los cerebros de hombres y de mujeres eran iguales.
El interés por el estudio y la comprensión del cerebro fue tal que en el siglo XIX surgió la frenología, en la que se aseguraba que a mayor tamaño del cerebro, mayor capacidad de razonamiento. Y que las mujeres, por sus características anatómicas, tenían un cerebro más pequeño, así como la predisposición al cuidado de otras personas. Además de que el entorno de la persona tiene la capacidad de modificar su cerebro y sus funciones.
Pero además, dichas características, no sólo se aplicaban a mujeres, sino también a homosexuales o a todas aquellas personas que salían de las normas sociales vigentes. Su “otredad” estaba justificada en el tamaño de su cerebro, y por ende, en su hipotética capacidad de razonamiento. A lo anterior, a principios del siglo XX, se agregó el factor de las hormonas, descubiertas en 1905 en Inglaterra, según las cuales, eran indispensables para la configuración sexual de una persona.
Su relevancia fue tal que se les vinculó con la actividad cerebral, y como parte de los condimentos de la vida amorosa, y a la configuración de la identidad de género, que se debería de construir conforme a la genitalidad de la persona, o en caso contrario, se suscita una incongruencia. Sin embargo, al paso del tiempo, dicha correlación sería desmentida y cuestionada.
Casi en la década de los 60, del siglo pasado, surge la neuroendocrinología, bajo la premisa de que las hormonas provocaban una activación sexo específica, señalando que a mayor testosterona, el cerebro era más masculino, o en el caso de progesterona, femenino. Por eso, se insistía en que el sexo de las personas, y de cierta manera, por ende, su género, estaba predeterminado por la secreción de hormonas del organismo.
De igual manera, se vinculó a los genes con la configuración de los sexos. Y a la par, surgieron teorías para cuestionar las configuraciones genéricas o para preguntar si esa tradicional distinción entre sexo, como lo biológico, y el género, como lo cultural, es legítima o realmente el sexo también se construye socioculturalmente.
Pero, para Ciccia, ninguna de las evidencias existentes con respecto a esta diferenciación sexo genérica es contundente. Por el contrario, se debe pensar en que las personas somos trayectorias singulares, relacionales y que comparten experiencias en el marco de las normativas de género. Y las experiencias que viven son biológicas y psicológicas. Por lo tanto, la biología no es destino y vivimos en una multidimensionalidad donde se desarrollan otras subjetividades no ancladas en normativas androcéntricas.
Una revisión exhaustiva de autoras y de planteamientos quedaron plasmados en “La invención de los sexos. Cómo la ciencia puso el binarismo en nuestros cerebros y cómo los feminismos pueden ayudarnos a salir de ahí” de Lu Ciccia (Siglo XXI, 2022), una reflexión feminista sobre las ciencias del cerebro, pero, en general, cuestionadora de la imposición de una visión en la que debe haber forzosamente un ente masculino y uno femenino, una premisa superada en muchos sentidos pero que en otros se mantiene férreamente, provocando desigualdades sin fundamento e injusticias. De ahí la relevancia de esta publicación, pues, de fundamentos científicos sesgados se desprenden imaginarios inequitativos con un alto costo para las mujeres.