Las manifestaciones políticas masivas tienen un gran valor en la democracia. Aunque no siempre se obtienen los mejores resultados, siguen siendo un instrumento de presión y contrapeso necesario para las autoridades de cualquier país. Sin éstas, los retrocesos para la sociedad serían muy delicados.
Tomar las calles para protestar no es algo nuevo. La diversidad de causas que obligan o motivan a la gente a salir tampoco es exclusiva de ningún grupo social, ideología o antecedente político. En las últimas tres décadas así ha quedado demostrado en el país. Desde la inconformidad por un fraude electoral hasta la exigencia de mayor seguridad.
La protesta social está presente en los países en vías de desarrollo y en las democracias más avanzadas. En los gobiernos electos en forma legal tienen la capacidad de provocar un diálogo abierto y civilizado. Por eso no se les teme, ya que son acciones que fortalecen su legitimidad. Por lo mismo, es importante reconocer que solo se les limita, minimiza, cuestiona, ignora o reprime en los regímenes autoritarios.
Durante casi todo el siglo pasado, en nuestro país las manifestaciones tenían un efecto menor al que buscaban los líderes políticos y sociales que las organizaban. A pesar de que hubo algunas excepciones, los resultados positivos que obtenía la sociedad eran aislados e insignificantes. Se les reprimía. Se les desvirtuaba. La experiencia terrible de lo sucedido en torno al Movimiento de 1968 se convirtió no solo en su principal freno, sino en disuasivo poderoso para inhibir este tipo de expresiones durante casi veinte años.
Una vez que se le retoma como instrumento de presión, a partir de las elecciones presidenciales de 1988, los cuestionamientos que se hacían a las manifestaciones desde el poder —en alianza con un gran número de medios de comunicación— las debilitaban con argumentos falsos y al mismo tiempo trataban de generar un gran malestar emocional en parte importante de la sociedad. En la mayoría de las ocasiones, ambos objetivos se cumplían con cierta facilidad.
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En aquellos tiempos, todas las movilizaciones contra el gobierno eran descalificadas y casi siempre se ocultaban sus peticiones y mensajes. Por lo mismo, el énfasis noticioso se ponía, por ejemplo, en la afectación del tráfico y los problemas de movilidad que provocaban en la ciudadanía, mas no en las causas que perseguían ni en las demandas que en ellas se planteaban. Las cifras de los participantes también eran minimizadas.
En contraste, los eventos masivos organizados por el Estado y el partido en el poder se convirtieron en una práctica frecuente y normal para “respaldar” principalmente al presidente en turno, a su partido y al “destapado” presidencial en su campaña electoral. Sin embargo, sería injusto reconocer que hubo acciones muy positivas como las que se produjeron luego de las expropiaciones de las industrias petrolera y eléctrica.
La protesta social ha desembocado con el paso del tiempo en múltiples expresiones: plantones, bloqueos, marchas, mítines, etc. En la actualidad, se ha combinado con gran eficacia el uso de las redes sociales. Ciertamente en algunos casos la violencia se ha desatado. En otros, se ha demostrado que la vía pacífica también da buenos resultados. Lo que no se puede poner en duda es que se ha ido adaptando su significado, orientación y efectos. Hoy, resulta más difícil ignorarlas o manipularlas.
Aún más. No obstante que para muchos la violencia no se justifica, ¿cómo evitar que en el caso de las protestas de mujeres se cuestione o descalifique su carácter violento al que han tenido que llegar por la falta de respuesta a sus principales demandas? ¿Cómo atacar o descalificar a los papás y mamás de niñas y niños con cáncer que han llegado a la decisión desesperada de bloquear el aeropuerto? ¿Por qué se tendría que impedir a los familiares de víctimas de desaparecidos que bloqueen una carretera o una avenida importante para que las autoridades les hagan caso?
La protesta social tiene un nuevo rostro. Los parámetros políticos y éticos sobre sus limitaciones y alcances también se están modificando. El uso de las nuevas tecnologías le ha dado otra dimensión. Por todo esto, la nueva fuerza que ha adquirido la manifestación como instrumento de comunicación política obliga también a la revisión de estrategias y tácticas, tanto para los gobiernos y partidos, como para los medios de comunicación y grupos de la sociedad civil.
En el nuevo contexto, los límites éticos y jurídicos se tienen que replantear. Es necesario. Es lo justo. Para que la protesta social disminuya y no sea motivo de violencia, hace falta que la autoridad cumpla con su obligación y dé los mejores resultados posibles a la mayoría. De igual forma, el respeto a la ley y a los derechos humanos es absolutamente indispensable.
Hoy, la manifestación social no se puede reducir al número de participantes o asistentes. Su valor actual no reside en quiénes son capaces de convocar a más gente o quiénes tienen un mayor “músculo social” o recursos para el acarreo. Tampoco sirve de mucho una gran convocatoria ciudadana sin liderazgos fuertes que la canalicen hacia los objetivos que le dieron origen. Mucho menos para lograr otras causas de mayor relevancia. Si la protesta y sus causas son justificadas, el número pasa a segundo plano.
Quienes buscan recuperar a un familiar desaparecido tienen el mismo derecho de presionar que un partido o una organización de la sociedad civil. Por lo tanto, no tiene mayor autoridad quien llena más veces las plazas. La tiene cualquier persona a quien se le han afectado sus derechos, a quien requiere soluciones a los problemas ocasionados por las autoridades o a quien quiere proteger su integridad física y patrimonial, más cuando es consecuencia de abusos de autoridad, corrupción o impunidad.