La evaluación que más valoran los políticos es la encuesta donde su popularidad vaya a tope. Si es un ejercicio de una casa demoscópica seria, desde luego que replicarán la bonanza de su fama en cuanta bocina se preste. Pero los hay también que en el mismo nivel de alharaca ponen su dorada cima de pago por punto porcentual en encuestadoras piteras, pues su autoestima no puede estar nunca por debajo del mérito.
Cosa diferente son los instrumentos para medir con datos objetivos los resultados de un gobierno, los alcances de cumplimiento de obras y programas. Las cifras oficiales pueden cucharearse a la carta para salvar el problema de qué decir en un informe o cuadrar a modo una auditoría a la carta, pero si se da que los gastos están y las obras no, el truco queda en cueros, por más que se cargue todo al gasto en propaganda.
La Secretaría de la Función Pública tiene la facultad de hacer una evaluación anual de todas las dependencias del gobierno federal y publicarla. Es un ejercicio complejo con diez distintos indicadores agrupados en cuatro pilares o áreas: 1) eficiencia y eficacia de la gestión, 2) control interno), 3) fiscalización y 4) ética.
De todo eso se produce un informe denominado Evaluación de la Gestión Gubernamental que en alguna parte intenta traducirse, para mayor comprensión, en semáforo. La escala es sencilla: verde es adecuado, amarillo es recular y rojo es deficiente. En la vista global del reporte, todos los cuadros son verdes. Este gobierno de la 4T es un tiro y que se cuiden Noruega, Dinamarca y Luxemburgo porque caballo que alcanza, gana.
La metodología se explica y tiene su técnica. Algo hay de fallido en un trabajo de esa naturaleza cuando se le voltea a ver tan poco y de esa evaluación no se habla casi nunca. Es más, ni se echa en falta que la última publicada sea de 2020. Simple: no tiene “flow” que enamore clientelas.
A nivel dependencia por dependencia, las medidas realizadas se traducen en una escala de 0 a 10, según se apruebe cada uno de los diez indicadores. Es aquí donde el panorama de desempeño es más variado, según se califique por finalidades, como Desarrollo Social, Desarrollo Económico o Gestión Gubernamental. Ni cómo contradecir que la Comisión para la Búsqueda de Personas aparezca con una calificación de 1 en su finalidad, el Centro Nacional de Inteligencia registre un 3 y la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres aparezca con un 5.
Preocupa que reprueben instituciones como el Centro Nacional de Trasplantes y el Centro Nacional de Transfusión Sanguínea (4); sorprende que exista todavía Ferrocarriles Nacionales de México, con un entendible 1 en su evaluación. Oficina de la Presidencia sacó un 3.
Sedena el Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas y todo lo militoide, con un 9. Marina tiene un 8. A los dieces otorgados resulta un poco más controvertido hallarles correlato con la realidad: calificación perfecta tienen, en ese año, el IMES, el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, la Secretaría de Cultura y la Conafor.
Organizaciones ciudadanas desde hace tiempo también realizan evaluaciones a los gobiernos federal y estatales. México Evalúa o México ¿cómo vamos? A los gobiernos por lo general no les gustan, aunque la verdad los ciudadanos le encuentran más proximidad con lo que se vive en la calle a sus resultados. Y si se trata de la administración federal, lo previsible es que atribuya los resultados no favorecedores a una cuchara estadística complotista y conservadora.
El gobernador potosino Ricardo Gallardo, con 16 meses corridos de su periodo constitucional, anunció que su gobierno evaluará a las dependencias mediante el Semáforo Estatal de Rendimiento Gubernamental. Los parámetros son la atención ciudadana, el cumplimiento del Plan Estatal de Desarrollo, la gobernabilidad y, el más chocarrero, la generación de boletines, el manejo de redes y la atención a los medios. El semáforo es de cuatro colores: verde, amarillo, naranja para lo mediocre y rojo insuficiente.
Con el anuncio, salió el primer tablero de resultados. No sorprendió mucho: verde intenso para las dependencias que encabezan sus lealtades de origen, sus cuadros de peso social, la seguridad y sus afectos; amarillo para las que tienen como titular a no gallardistas de origen ni cuates y los otros dos colores para cantarles la desaprobación.
En naranja quedó el titular de SCT estatal, el morenista y excandidato a alcalde Leonel Serrato Sánchez, quien se sumó al tren gallardista en la elección del 21 después de una muy visible trayectoria de crítica y epítetos coloridos al ahora gobernador y su padre, el ex presidente municipal de San Luis Potosí Ricardo Gallardo Juárez, a quienes se refería como “Los pollos pillos”.
Días después, el gobernador elogió ante la prensa el trabajo de Serrato en la secretaría, lo consideró impecable. Y en seguida echó la culpa de su pobre calificación a sus colaboradores en la dependencia, morenistas para más señas, algunos de ellos ligados a la facción del delegado federal del Bienestar, Gabino Morales. Uno de estos personajes, delegado del Transporte, fue un mediocre diputado local y cuando se le acabó el dorado paso por el Legislativo potosino, sus talentos no le dieron más que para encallar en la nómina estatal sin mucho mérito ni desquite.
Los díceres encuadran la “desconocida” a Serrato en la disputa por las clientelas: lo que hoy tiene Morena depende en San Luis de la estructura clientelar de Gallardo Cardona, aliado de los mandos centrales del partido oficial, y Gabino Morales, con cuatro años en el manejo de la política social federal en San Luis, no halla cómo morder espacio propio.
Si esas interpretaciones tienen un aceptable margen de error, es una línea a comprobar al tiempo. La generosidad del semáforo gallardista en cambio se nota con su círculo cercano, donde prima algo que su grupo llama “lealtad”, pero tiene más cercanía con las complicidades, la sumisión y hasta la más bochornosa zalamería.
Se entiende: no hay un solo colaborador de esa categoría de “leales” en su grupo que no deba al cien por ciento la posición que goza ahora a Gallardo Cardona. Y a dieciséis meses de participar en este gobierno, no hay uno solo de estos colaboradores adictos que pueda fincar un proyecto político propio sin la aprobación del jefe del Ejecutivo. Están donde están por él, un personalismo en el poder cómo no se veía en San Luis desde hace muchas décadas. Si la duda cabe, viene bien el ejercicio de analizar uno por uno a los funcionarios gallardistas de vieja data, quiénes eran, dónde estaban, de qué vivían antes de ocupar un puesto público y cómo llegaron.
Para el año próximo se renueva el Senado, la cámara alta que suele tener en sus curules a quienes ya fueron gobernadores, como premio de su partido, pero también a aspirantes a gobernadores que alcanzan una plataforma poderosa desde dónde saltar.
Quien vaya de candidato del Verde al Senado por San Luis no irá sin el parecer del gobernador potosino, por el peso que tiene para los mandos centrales de ese partido. Gallardo estará en toda la posición de decidir si desde la mitad del sexenio permite “fabricar” a un aspirante a sucederlo, quizá dos, o cancela esa posibilidad de plataforma a la gubernatura e impulsa, de nuevo, perfiles borrosos y prescindibles, pero “leales” hasta el último minuto.
El semáforo estatal no mide rendimiento y sus parámetros son bastante cuestionables. Que los boletines sean una medida de buen gobierno, más si la línea de la redacción oficial es sabidamente melosa a niveles básicos, es un indicador para descartarlo sin ver como un visor serio para los ciudadanos sobre la marcha de la administración pública.
Trae más ánimo de hacer política con El Juego de la Oca o el de Serpientes y Escaleras que intenciones de mejora. Se avanzan casillas y niveles del tablero si el inescrutable jefe te quiere; caes en el pozo o te toca la serpiente si pierdes el favor.