Abro la puerta y veo unos tenis grandísimos debajo de la mesa de la sala. Qué bonito se siente. Sus presencias. Antonio y María están de vacaciones en la casa. Mi hijo no se llama así en su acta de nacimiento, se lo agregué después, cuando ya estaba en el kínder. Con sus anuencias (qué tanto se rebelaría un niño pequeñito si su mamá le dice, ¿qué opinas de tu nuevo nombre de amor?) a uno de sus hermanos le sumé el “Jerónimo”, como el indio Jerónimo, y a él “Antonio”, como el segundo nombre de mi papá. Se me ocurrió de pronto que abuelo y nieto tenían un temperamento muy parecido, por supuesto, desconfío totalmente de mi “objetividad”.
A mi hijo mayor ya su papá al nacimiento le plantó tres nombres, habría sido un exceso agregarle uno más. Supongo que esos segundos nombres responden a un proceso de intimidad ya distinto al que se da en la visita al registro civil cuando el bebé recién intenta hallarse en el mundo, y si bien puede ser ya un gran conversador, no está aún en posibilidad de expresar su anuencia con palabras. Para cuando mi segundo criaturo se llamó su nombre más Jerónimo, ya nos conocíamos y cohabitábamos más acá de la vida intrauterina, igual sucedió con Antonio. Ahora el más pequeño de los tres ya tiene 25 años y ama a María (ese es su nombre verdadero) y llegaron con sus mochilas en la espalda y jalando maletas de esos tamaños que a las mamás/suegras nos emocionan: sí se van a quedar un buen rato.
El primer paso irrefrenable es, por supuesto, llenar la alacena como si hijo y nuera no pensaran en casi nada más que en comer. Cantidad de los productos que consumíamos alegremente ahora aparecen “etiquetados”: exceso de azúcar, exceso de sodio, exceso de grasas saturadas. Una siente que ha sido la peor madre. No nada más por las cajas de cereal, es un hecho. Curiosa la vaga (en ocasiones no tanto) sensación de insuficiencia que acompaña la maternidad. Qué cantidad de actos y palabras equivocadas les infligimos a las criaturas en la vida (en mi caso tres criaturos), me digo en el súper ante ese yogurt tan recomendado en sus infancias y que ahora se revela como un timo. ¿Cómo fue posible que mi “instinto materno” no me rebelará cada segundo cómo actuar? Jojojo.
Gracias a las diosas y a Winnicott, el psicoanalista infantil que ninguna madre debería ignorar, descubrí la frase: “una madre lo suficientemente buena”, (“a goog enough mother”) que me ofreció una relativa paz a lo largo de los años. Bueno, aún ahora. Queridas, los delirios de perfección en el maternaje, como en todas las áreas de la vida, son lo menos recomendable. Y, sí, fui de las generaciones educadas en los avatares del “instinto maternal”, ¿qué les digo? Nos asestaron la “infalibilidad” materna, más potente que la del Papa en turno. Y peor aún, se las asestaron a ellas, nuestras mamás. Todo lo que una madre decidía, decía, imponía, no podía ser sino lo “mejor” para sus hijes, porque ella traía consigo una especie de sabiduría genética, en fin, lo que ya saben. Además de que no podía desearte sino “lo mejor”, imposible nada distinto. Im-po-si-ble.
Era como si las madres no tuvieran insconsciente. Ni agresión. Ni rabias. Ni rivalidad. Ni miedos. Ni dolores de infancia susceptibles de ser reproducidos sin darnos cuenta. Todo se decretaba beatífico, adorable, abnegado y color de rosa. Una de las consecuencias de la “infalibilidad materna” era la enorme dificultad de muchas madres para aceptar sus errores y actuar en consecuencia: ofrecer disculpas. Lo pienso y me parece terrible. La distancia que la exigencia de perfección puede crear entre la realidad de los vínculos de una madre con sus hijes y lo que ella se imagina, dado que si no idealiza podría naufragar en su idea de sí misma. Por fortuna los tiempos cambian y somos más capaces cada vez de escuchar – por la boca misma de nuestres hijes- lo que a veces necesitaron y no supimos dar, entender, aceptar. Tenemos más oportunidades de trabajar los resarcimientos. Y de festejar los aciertos.
Mis perruchis se agitan de un extremo al otro detrás de Antonio. María en su computadora y yo en la mía trabajamos en la misma mesa. Tomamos té con harta miel, soy adicta. Cierto que el hogar nunca es más bonito que cuando vuelve a ser “nuestro hogar”, “nuestra casita”, en esta versión de la familia que crece. Qué fortuna este sol intenso, verlos caminar rumbo a la casa, cocinar esperando que les guste, bobear juntes. Ver a mi hijo feliz. Tan enamorado, tan amado y tan feliz. “Caray”, que me digo aliviada cuando los miro mirarse: si se miran así, tan contentos y tan cómplices, ¿quizá la mamá de María y su consuegra fuimos madres “lo suficientemente buenas”? Ojalá. A veces creo que la pregunta va a estar allí hasta el último segundo de la vida y que la respuesta siempre estará por-venir.