El abuso sexual, como la violencia doméstica, son temas pendientes que deben ser atendidos de manera adecuada. La existencia de esta forma de violencia no debe trivializarse por los gobiernos ni por las sociedades, y tampoco, por quienes promueven la atención al problema.
Parece atrevido e incorrecto decir que algunos de quienes más están involucrados en el combate a un problema social pudieran estar restándole importancia a las víctimas o a la manera de combatir este mal. Pero dado los últimos casos y anécdotas bien vale la pena hacer algunas observaciones.
La clave es la denuncia. Pero, la denuncia debe darse de tal manera que no se generen mayores vulnerabilidades a las víctimas de las que ya ofrece el propio sistema legal. La denuncia debe ser vía los canales oficiales. Y es que a veces, en medio del impulso por descubrir agresores, se motiva a que las “denuncias” ocurran en espacios públicos, no en los legales. Un señalamiento público sin respaldo de la autoridad no es una denuncia, es solamente un señalamiento público, y sin evidencias, puede resultar contraproducente. No digo que no se denuncie, sino que se haga adecuadamente. Sí, parece que las denuncias formales no proceden, pero es ahí donde hay que poner la presión, precisamente.
Para nadie es sorpresa que después del ejercicio mediático de Shakira, a partir de un episodio de aparente abuso de pareja hecho canción, resurgió un impulso de nueva censura contra actitudes machistas o de violencia de género. Pero, Shakira no acusó a nadie de delito alguno, e incluso, ella misma, su propia expareja y las marcas de carros y relojes mencionadas fueron beneficiadas con enormes fortunas en ventas y publicidad. Esto fue un ejercicio empresarial de beneficio muto vendido como una expresión de revancha o empoderamiento. Y lo compramos.
Pero, reitero, Shakira no acusó a nadie de nada. Caso distinto el de Amber Heard, quien ella sí, acusó en medios de comunicación y redes sociales a Johnny Depp de violencia doméstica, pero no ante las autoridades. La consecuencia fue que el aparente abusador sí la llevó a los tribunales y obtuvo de ella una compensación financiera por la acusación pública sin pruebas. Estos son los casos a los que tenemos que poner atención, no a las canciones.
Tenemos dos asuntos tristemente relacionados con el ejercicio del servicio diplomático. Uno que quería ser embajador en Panamá pero no lo logró, y otro que sí fue embajador, pero hoy está refugiado en Israel.
Si bien la ley tiene como principio la presunción de inocencia, para cualquier persona resulta muy complicado mantener ese beneficio de la duda en favor de un mismo individuo decenas de veces.
Sin embargo, la multiplicidad de acusaciones no obtiene de manera automática una sentencia judicial, y la sentencia en un caso, no lo hace culpable en automático del otro. Por lo que la existencia de acusaciones en la arena pública más que en los tribunales les permite acudir a ellos acudir a las autoridades. Obvio, ellos no van a trivializar el asunto.
Insisto en lo de la trivialización, porque en el ejemplo de quien quiso ser embajador en Panamá, hubo una enorme presión de activistas y redes para que el sujeto recibiera un castigo ejemplar: no ser embajador. Como si esto fuera el castigo apropiado por sus conductas abusivas. Una vez que se bloqueó su proyecto político las redes olvidaron el caso, hasta ser revivido por él mismo demandando a algunas acusadoras. La gran mayoría de las personas que motivan la denuncia pública de los agresores, no van a financiar a esas víctimas para defenderse de las consecuencias legales por acudir primero a Twitter que a las autoridades.
Pero, si entre las demandadas por los supuestos agresores hay denunciantes que acudieron a las autoridades y sus casos no han podido avanzar por argucias legales (como irse a esconder a Israel y pelear una solicitud de extradición), no debería permitirse una sanción a las denunciantes por la falta de resultados de las autoridades.
La sociedad debe apoyar a las víctimas. La ley debe castigar los actos de violencia y las autoridades deben aplicar las leyes, pero no necesariamente deben mezclarse los roles. Ya hemos comentado que uno de los problemas de la creación original del delito de feminicidio tenía el problema de imponer a nuestras autoridades (sí, a nuestras fiscalías) la tarea de probar no sólo los actos cometidos, sino lo que había en la mente del agresor, sus prejuicios. Sobra decir que esto genera más oportunidades de cometer errores a las autoridades y más herramientas para defenderse para los agresores. Ello ocurrió por querer reflejar en la ley cuestiones subjetivas e ideológicas como premisa a cargo de nuestros burócratas. Ahora, al describir la violencia de género a veces se identifica como los actos cometidos contra personas o cuerpos percibidos como femeninos. (¿Percibidos por quién?) Ojalá no se imponga a la autoridad tener que comprobar ahora cómo los agresores efectivamente percibían a las víctimas como femeninas (¿habrá un estándar? ¿si niegan los agresores haberlas percibido así ya no será un delito de género?), que las agredidas también se percibían como femeninas (¿y si no, entonces no es delito de género?) o, por aplicación del principio de autopercepción universal, tener que determinar si el agresor se identifica como masculino (¿si dice que no, entonces no es delito de género?), o vamos a permitir la imposición judicial de una percepción de género (aunque digas que no te identificas como hombre yo, juez, determino que lo eres).
Dadas nuestras circunstancias sociales y de procuración de justicia, debemos buscar los mejores mecanismos para obtener los resultados que se buscan, con menos rabia, como leía por ahí, con menos canciones, y con más atención al reto objetivo. Denunciar en redes no es lo mismo que denunciar ante autoridades, tal como ser denunciado en redes no significa ser culpable (ni de agresión, ni de difamación), ni perder puestos de autoridad es el castigo suficiente, de ser alguien responsable. Vamos a tomarnos en serio.