Cuando llegó el movimiento #MeToo a México surgieron riadas de denuncias públicas, algunas anónimas, de mujeres que, durante décadas, recibieron y sobrevivieron violencia sexual por parte de hombres poderosos, hombres con capital político, económico y social que se sabían protegidos por una red sistémica de incompetencia, empatía y silencio. Esa red se expande a jueces y juezas que permiten el uso de la ley como mecanismos de control hacia las mujeres.
Como un Harvey Weinstein mexicano, Andrés Roemer era uno de esos hombres poderosos. Académico, periodista, exdiplomático, creador de uno de los espacios más importantes de intercambio de cultura institucional, la Ciudad de las Ideas; era una figura pública que abría o cerraba puertas para creadoras, artistas y jóvenes periodistas; un hombre con poder en un país donde se calcula que el 99.7% de los casos de violencia sexual no son denunciados. Durante lo que se presume 30 años de violencias ejercidas por el señor Roemer, había algo que a veces decía cuando las mujeres lograban salir de esas reuniones, a las que llegaban con propuestas de trabajo: “si dices algo, te voy a arruinar”. No era necesario que lo dijera para que la amenaza existiera; durante años, e incluso ahora, denunciar violencias sexuales representa para las mujeres ser sujetas a un escrutinio profundo de nuestras vidas públicas y privadas, y en caso de fallar esa imposible evaluación moral, el castigo es ser degradadas y desechadas, arruinadas.
Dos años después de que se hicieran públicas más de sesenta denuncias en su contra, algunas de manera penal, Roemer se encuentra prófugo, con al menos cinco solicitudes de extradición. Aun así, un juez determinó que su comparecencia pudiese ser realizada a través de zoom, proporcionándole una de las carpetas de investigación con información personal de la denunciante, quien se mantenía en el anonimato, y que ha sido difundida por el señor Roemer. También, en días pasados, trascendió que, en agosto de 2022 y a través de sus abogados, el exdiplomático demandó a una de las denunciantes, quien es periodista, amparado en la Ley de Responsabilidad Civil para la Protección del Derecho a la Vida Privada, acusándola de haber dañado su honor.
“No ocurriría lo mismo si el acusado fuera un hombre que no tiene poder económico o político”, afirmó la abogada de la denunciante, y tiene razón. Han sido los hombres de poder quienes históricamente han estado ocupados pensando en establecer pautas y fiscalizar el comportamiento femenino, tanto en el espacio público como en el privado, como bien ha documentado la escritora Cristina Rivera Garza –su trabajo sobre el manicomio “La Castañeda” y el papel de éste en la regulación de las mujeres mexicanas al inicio del siglo XX es de indispensable lectura, y de brutales paralelismos con las investigaciones de Andrea Momoitio y Pilar Iglesias sobre el Patronato de Protección a la Mujer, institución de la España franquista, encargada de “la dignificación moral de la mujer”.
Mientras que hace décadas los mecanismos para controlarnos pasaban por institucionalizarnos, diagnosticadas como locas o inmorales, los mecanismos actuales pasan por recordarnos que el espacio público no es nuestro, que nuestro lugar es el de la culpa y el silencio, y que si salimos de ahí, se nos volverá a acusar de histéricas, amorales, de inventar violaciones y de querer dañar el honor de los hombres por despecho o locura y sobre todo, que la ley se aplicará a modo, doblándola y estirándola para que nos sirva de escarmiento a todas, de aprendizaje para que ninguna vuelva a hablar, o se nos volverá a encerrar.
El #MeToo no desmontó las redes de protección a los violentadores, aunque en un inicio hubo esperanza en que lo lograra. Desde donde yo lo veo, es una tarea imposible si se entiende como ajena a desmontar por completo el sistema sexista en el que vivimos, en el cual los mecanismos de control sobre el comportamiento de las mujeres y de los cuerpos leídos como femeninos son profundos e interconectados. La violencia sexual –o la amenaza de la violencia sexual– es uno de ellos, junto a las pedagogías crueles que nos enseñan y recuerdan que la mujer que no guarda su lugar –de sumisión, de silencio– será castigada; los trabajos de Nerea Barjola, Sayak Valencia y Rita Segato, son indispensables para comprender de mejor manera cómo operan estos mecanismos y cómo atraviesan nuestros cuerpos y existencias. En México, como diría una de las denunciantes de Roemer, quien prefirió mantener el anonimato y no denunciar penalmente, “te das cuenta de cómo se tejen esos universos macabros de hombres con tanto poder, ni te metes”.
Si la demanda de Andrés Roemer y las que se han sumado bajo las mismas condiciones prosperan –como la de Pedro Salmerón– será no solo un ataque contra las mujeres mexicanas y un retroceso monumental en la búsqueda de una sociedad libre de violencias sexuales, sino contra todas aquellas que reconozcan la importancia de defender las herramientas de protección a la libertad de expresión de ser capturadas por los hombres poderosos. Si es así, la casa del amo puede estar tranquila.
La justa rabia
Después de haber sido denunciado por agresión sexual y haberse justificado en un texto cínico y esencialista llamado “Yo, macho”, Alejandro Almazán regresa a los foros a promocionar un nuevo libro; al igual que Arturo Ángel, quien en semanas recientes ha tenido un retorno casi triunfal a la prensa nacional. Sin duda, muchas voces se han levantado ante la falta de crítica y coherencia de editoriales y medios frente a agresores a quienes se les siguen abriendo espacios y apoyos; mientras que quien señala sus violencias es tachada de conflictiva. Habría que hacer una revisión no punitiva sobre los mecanismos de reconocimiento y reparación que nos permitan construir cuáles son las voces públicas que deseamos para nuestro país.