No es que no me de tantita vergüenza, pero confieso que he seguido con detalles los dimes y diretes de la separación de Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa. Cada que Google informa, respondo a su llamado. Cantidad de absurdos. “Fuentes cercanas a la madre de Enrique Iglesias confirman...” “En el entorno del Premio Nobel se comenta...” Las mismas especulaciones –con titulares engañosos– refriteadas hasta el infinito. Por supuesto que a quién le importa y habría que dejarlos en paz. Pero, heme aquí leyendo la penúltima declaración al respecto, que circula bastante más que el discurso de Vargas Llosa de entrada a la Academia Francesa.
¿En qué reside ese imán? Tal vez en lo descabellado que parecía la pareja Vargas Llosa-Preysler. En que una asocia la escritura con el silencio y no con el mundanal ruido. Y sin embargo, el encuentro no duró poquito. Con hartas fotitos en el camino. Pero el meollo está en la traición. Y en esta realidad rotunda: la primera persona traicionada (me refiero a los últimos diez años) seguro sufrió muchísimo. La traicionada más reciente es probable que también. ¿El “traicionador”? Relativamente tranquilito y sin despeinarse: “la experiencia se vivió y ya está. Vuelvo a estar en mi casa, rodeado de mis libros”. Es decir, el mundo se desordenó un poquito, qué sé yo, se mal alinearon los astros, después todo regresa a su lugar único y verdadero, y ya está.
Había leído el cuento de “Los vientos” que se publicó a finales del 2021 en Letras Libres, me llamó la atención el regodeo del escritor en la liberación de gases de su personaje. Sobre todo este dato: los libera en público. El cuento deja claro que es un problema de la edad, como la súbita amnesia que le ataca al narrador a mitad de la calle, pero también que el tan incómodo síntoma viene acompañado de una cierta impudicia por parte de quien lo padece. Ya el entorno no importa. Me pregunté en ese momento si los percances –público– de su personaje no eran una manera del escritor de reírse de sí mismo. Su enamoramiento le sucedió a los casi 80 años y con una mujer que vive de sus apariciones públicas. Todo ese glamour, el smoking. La puesta en escena. Con la vena escatológica que explota en el cuento, ¿no se estaría burlando de las circunstancias en las que se fue a colocar tan cercano ya a sus nueve décadas? ¿Comenzaba a cansarse de sostener el papel del galán incansable y enamorado de “la bella” del vestido perfecto, las maneras, las uñas perfectas?
¿Qué mejor modo de ridiculizar el cuidado maniático de las apariencias que caracteriza a su reciente ex pareja –y al mundo que él eligió al elegirla– que solazarse en “los vientos” que se agudizan con la edad (es también una mofa a su edad) y además dejan de importar? Aunque sea muy injusto, dado que allí colocó él su fascinación. Entre el momento del escándalo por sus primeras apariciones con Preysler y la ruptura pasaron esos ocho años. Me imagino que Patricia no compraba la revista Hola y sus semejantes, pero difícil que haya escapado a la exhibición de Vargas Llosa en éxtasis ante su novia, de portada en portada. Dando entrevistas sin pudor. Arrobado y festivo, como si Patricia nunca hubiera existido. Como si su voluntad bastara para que el corte de tajo no corte y rompa.
Se dio la ruptura y el escritor regresó a su biblioteca. Y allí es donde la ex esposa abandonada sin demasiados miramientos, regresa a la escena. No sabemos si dispuesta a vivir de nuevo con él, pero sí dispuesta a acompañarlo muy de cerca. En aras de la felicidad familiar, me imagino. Y porque al parecer a su marido de medio siglo lo conoce y lo comprende. La historia se invierte y es ahora Isabel la que tiene que ver a su pareja de hace apenas dos meses, posar muy contento junto a Patricia y sus hijos, como si ella, Isabel, nunca hubiera existido. La primera foto de Patricia Llosa y su ex esposo que uno de los hijos mostró en Twitter no fue en un lugar público, sino en el espacio más que simbólico: la biblioteca de su casa familiar en Lima. Aparecen hijes y nietes que arropan a esta especie de hijo pródigo de su ex esposa y de sus hijes.
El hijo subió la foto de su madre (de nuevo en Twitter), en primera fila durante la ceremonia en la Academia Francesa, y sumó un párrafo de reivindicación de Patricia como “el amor de la vida” de su padre. La compañera a la que la obra del escritor le debe tanto. Cincuenta años juntos, no nos queda la menor duda. Hay quien lo considere una venganza. La venganza de Patricia contra Isabel. ¿Y el causante del daño en todo esto? Al final de cuentas, insisten, en ese gran momento de la vida del Premio Nobel está junto a él la mujer a quien le “corresponde” estar, y “la otra” fue –como se le habría vaticinado– una “aventura pasajera”. El más clásico de los guiones.
Afirman que Patricia “siempre supo que Mario regresaría porque lo ha hecho 20 0 30 veces”, durante el matrimonio el escritor se ha desbalagado, pero, ¿qué creen? Siempre regresa. ¿El contento de sus hijes y nietes, la cúpula de la Academia compartida y la defenestración de Preysler, le sanan a Patricia 8 años de desamor, distancia y olvido? Y le divorcio. Quiere una entender pero no se entiende. De pronto me pregunto si todas esas descripciones de las impotencias del personaje del cuento –y de que si no fue amor verdadero, y que ay, cómo extraña a Carmencita a la que dejó, porque acá con la otra señora no era sino sexo, pero en realidad tampoco, porque ya él ni funciona– no se trata sino del marido abandonador ridiculizándose en mensajito directo para su ex esposa. “Mamá, soy Paquito, no haré travesuras”.
Sobre todo, ridiculizando a “la otra”. Isabel, su hija y su entorno arrojados a los leones como un resarcimiento para Patricia, ¿un guiño de ojo para hacerse perdonar? Cierto que a Patricia los enamorados no le ahorraron nadita. Cuando Patricia se enamoró de Vargas Llosa tenía quince años. 19 cuando se casó. Toda una vida. En una entrevista que dio Vargas Llosa a los dos meses de vivir con Isabel, sentadito debajo de una pintura inmensa de ella con su traje rojo, el escritor afirmó que en la vida hay que correr riesgos. Jugársela, pues, para vivir el amor, la intensidad, etc. Nada como arriesgarse, sería la lección, para “no llegar a la muerte muerto”. La frase es grandiosa. Pero me da por pensar que el escritor tenía muy claro que –específicamente– al mudarse de casa, no arriesgaba demasiado. Como quien sale a vivir las intensidades del jardín y regresa. Como quien sabe que la puerta siempre estará abierta. Como quien no tiene que cuidar las emociones de nadie.