Hace 30 años, esta semana, fue dado de baja por la policía de Colombia el más terrible y violento criminal de Colombia y quizás de todo el continente, Pablo Escobar. Me tocó vivir esa época violenta del narcoterrorismo como periodista –éramos uno de los blancos preferidos de Escobar– y luego como víctima directa.
Recuerdo una reunión en el apartamento de mi hermana Juana en 1988, en pleno acoso terrorista de Escobar, donde estaba toda la familia y yo solo pregunté, “cuando nos tocará en carne propia”. Pues fue pronto. Su esposo y mi amigo a quien consideraba casi que un hermano mayor, Andrés Escabí, murió asesinado unos meses después en el avión de Avianca que Escobar voló de los aires con un artefacto explosivo.
Poco más de un año después, en septiembre de 1990 fui, junto a otros periodistas, secuestrado por sus sicarios. Estuve ocho meses encadenado a una cama y viví en carne propia esa violencia despiadada. Pero al mirar para atrás, 30 años, primero me quedan unas lecciones personales y una mirada al país y al narcotráfico que nacen de esa experiencia, y mi lucha desde todos los escenarios personales y políticos por la libertad y contra la ilegalidad.
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Si, el secuestro me marcó y cambió mi vida. Pasé de mirar los toros desde la barrera –el periodismo– y bajé al ruedo como activista de derechos humanos por la libertad con la fundación que creamos con mi esposa, País Libre. Esa resiliencia que me demostró el secuestro yo tenía, me llevó a jugarme la vida entonces y hoy en esa lucha.
Hicimos las marchas contra el secuestro en 1996 cuando nadie salía de su casa asustado por el poder y alcance de las organizaciones criminales. Salieron cientos de miles de personas lo que muestra la resiliencia de esta sociedad contra el temor. Solo necesita incentivarse. Y dos años después hicimos las marchas más grandes que Colombia ha tenido –las del No Más– luego de que el ELN secuestrara un avión y después a todos los feligreses en la iglesia de la María. Millones marcharon y se comenzó a crear un sentimiento de tal dimensión que las Farc me obligaron a salir de Colombia. Otra vez me había salvado de milagro.
El aprendizaje es que esta sociedad es combativa, no se duerme. En los momentos de mayor violencia se movilizó sin pensarlo dos veces. En 1999 y 2000 quizás los peores años de inseguridad en la historia del país los colombianos mostraron de qué están hechos. Eso no lo podemos olvidar ahora que nos jugamos el futuro de nuestra democracia y de nuestra libertad. Toca de nuevo asumir ese riesgo. Esa lección la viví en carne propia, la sentí en cada manifestación en Valledupar, en Villavicencio, en Cali, en Medellín o en Bogotá y pagué el precio del exilio que hoy, visto en perspectiva, valió la pena.
Esa lección de resiliencia personal y como sociedad tiene una contraparte no tan positiva y es el tema de la lucha contra las drogas. Escobar fue un síntoma de una enfermedad que asesina, que mata. El narcotráfico en estos 30 años se ha transformado y no para bien. Cooptó a los paramilitares en los 90 y se convirtió en elemento fundamental de financiación de la guerrilla en esa misma década, algo que aún hoy continúa. El crecimiento de unos y de otros tuvo un denominador común: el negocio de la droga.
El Plan Colombia tuvo un gran éxito al ayudar a Colombia a combatir este fenómeno y su impacto en las organizaciones criminales. Entre el 2002 y el 2012 se redujeron las hectáreas de cultivo de 170 mil a 40 mil. En un acuerdo con las Farc en el 2013 se desmontó la lucha contra las drogas y regresamos a un mundo peor. Con un ingrediente que hoy permea al continente, la mexicanización del negocio.
La muerte de Pablo Escobar llevó a una atomización de los grandes cárteles colombianos de la droga y a la captura de una parte importante del negocio por parte de las guerrillas y los paramilitares. Cuando en el gobierno de Alvaro Uribe del que fui vicepresidente se combatió sin contemplación a todos los grupos involucrados en el negocio y se extraditó a Estados Unidos a los líderes del paramilitares, el crecimiento de esta industria ilegal se frenó y comenzó a disminuir. Hoy la narrativa de quienes plantean la legalización y la quieren justificar no ven esos grandes logros, solo ven el aumento que se reanudó cuando Juan Manuel Santos desmontó la política de lucha contra las drogas.
En Colombia en los últimos diez años se consolidó una gran franquicia llamada el cártel del Golfo que le pone nombre y coordina a distintas organizaciones criminales involucradas en el negocio del narcotráfico. Y en la región el crecimiento de los carteles mexicanos, el de Jalisco y el de Sinaloa en especial, que en los últimos 5 años se ampliaron a todo el continente –en especial en la costa pacífica– generó unas alianzas a lo largo y ancho de la región, creó un nuevo elemento de coordinación y dejó unas condiciones de violencia y de control político en las zonas donde operan los narcos que no existían en los 90.
En la lucha contra el narcotráfico no se debe desechar el modelo exitoso de Colombia entre el 2002 y el 2012, y aprender de lo bueno y de lo malo que se dio en esos 10 años. Hoy con inteligencia artificial, con reconocimiento facial y con la tecnología de drones se puede equilibrar esa batalla. El control territorial ya no tiene que ser una ventaja de los criminales, como tampoco el lavado y la operación de estas organizaciones criminales que aprenden más rápido que el estado, y se adaptan.
El Presidente de El Salvador Nayib Bukele ha mostrado un camino. La violencia de los narcos es una amenaza a la democracia y desde el cultivo hasta la venta del producto final debe ser combatido con todo vigor. Solo así evitaremos que ese modelo mexicano, donde son un estado paralelo– en muchos casos con mayor poder que el gobierno mexicano– se convierta en el nuevo modelo de estado en América Latina.
Venezuela ya siguió ese camino. Es un narco-estado. México va en camino. así sea de manera diferente. 30 años después de la muerte de Pablo Escobar los gobernantes pusilánimes de la región poco a poco entregan la libertad y la seguridad de sus ciudadanos a esa delincuencia organizada. ¿Quién le pone el cascabel al gato?
Milei y Bukele son apenas el comienzo.