La pandemia y el consecuente encerramiento, la inseguridad y la violencia prevalecientes, la polarización política y el aumento del tiempo utilizado en las redes sociales están afectando nuestras relaciones de convivencia, destruyendo tejido social, generando soledad y abonando a más violencia.
Ya no nos reconocemos en los otros, ni nos interesamos por el bien de los demás. Estamos ensimismados, muchos buscando un sentido de vida, otros el éxito y el reconocimiento personal, otros más esperanzados en que el gobierno les resuelva la vida, o aquellos que viven en sus espacios de alabanzas mutuas.
Las semanas recientes fuimos testigos de más actos de violencia. El problema es que ya no son sólo los actos resultantes del crimen organizado y del nivel de crueldad que ejerce al destruir vidas, cancelar libertades y someter a nuevas esclavitudes.
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Cada vez es más evidente que nos hemos convertido en una sociedad violenta, que nuestras relaciones cotidianas son violentas, así el joven que maltrata al vigilante o al mesero, aquellos que hacen caer a una persona mayor en la calle y la patean, los automovilistas que agreden a los ciclistas o los motociclistas que ponen en peligro sus vidas y las de otros o los niños y niñas que se relacionan a golpes con sus compañeros.
Lamentablemente lo más frecuente son las prácticas de violencias de todo tipo en los hogares, incluso asesinando a las parejas. Quienes la ejercen ponen el ejemplo de la violencia como forma de ejercer el poder o resolver conflictos a las generaciones jóvenes. Convierten el ser violento como un patrón para ser reconocido y poderoso.
Los actos disruptivos ejercidos por militantes de un partido político en el Congreso de Nuevo León el 29 de noviembre en desacato a resoluciones de la Suprema Corte de Justicia y del Tribunal Electoral del Poder Judicial son un claro ejemplo del nivel de violencia e impunidad que hemos alcanzado.
La creciente ausencia del Estado Mexicano en el uso legítimo de la fuerza para facilitar una convivencia con claros límites a la trasgresión de las normas que determinan nuestro pacto social y la polarización alentada desde el poder político están llevándonos por un camino de confrontación que puede estallar en el próximo proceso electoral.
Muchos nos preguntamos ¿qué podemos hacer personalmente para detener la espiral de violencia en que vivimos? Lo primero es hacer conciencia de nuestras propias prácticas de violencia como maltratar a nuestros hijos, no saludar y reconocer la presencia de otras personas en los espacios públicos, sumergirnos y aislarnos en nuestros teléfonos celulares, no pagar dignamente los trabajos que otros realizan para nosotros, utilizar las redes sociales y los medios de comunicación para insultar, burlarse, difundir mentiras y agresiones o no respetar las reglas de tránsito y ser corteses con otros usuarios de las calles.
La violencia, como la basura, la producimos todos y todas. Para detener la espiral de violencia hagamos conciencia de nuestras propias conductas violentas y procedamos a cambiarlas.