666 mil barriles de crudo y combustibles diarios exportó Venezuela a lo largo del mes de octubre. La cifra no constituye un aumento sino una caída -otra- de 19% esta vez, con respecto a la producción de septiembre. Se trata, ni más ni menos, de un número del diablo. Y escribo número del diablo, porque equivale a menos de 21% de la producción de enero de 1999, cuando Chávez ascendió al poder. Desde ese momento, infierno cavado paso a paso por el régimen, año tras año la producción fue cayendo, hasta alcanzar el estado de devastación en que se encuentra hoy: de cada cinco barriles de 1999, cuatro fueron destruidos en el camino. Hoy queda solo uno, e incluso ese menguado barril, está en riesgo de continuar reduciéndose.
Este nuevo capítulo del descenso de la producción ocurre en un mercado petrolero mundial, en el buen decir de los expertos, plagado de oportunidades: un estado de la demanda que supera la oferta, lo que deriva en una tendencia alcista en los precios. A eso se añade un factor que es especialmente favorable al potencial petrolero venezolano, al menos durante cinco meses más: no tiene limitaciones para vender el petróleo en los distintos mercados, tras la suspensión temporal de las sanciones. ¿Qué pasa entonces, por qué el régimen no logra aprovechar el momento, mientras su debilitamiento económico empeora día a día?
Pasa que buena parte de la industria petrolera venezolana está, en amplias magnitudes, derruida, obsoleta, erosionada, oxidada, en muy malas condiciones (hay que insistir en esto: son miles los trabajadores que operan en instalaciones de alto riesgo). Se ha llegado a este punto por una causa esencial: porque la corrupción ha hecho su trabajo con imperturbable eficacia. La corrupción se impuso, penetró cada resquicio de Petróleos de Venezuela, para provocar un efecto de implosión: que el derrumbe se produjera por efecto de fuerzas internas. Se la ha minado, agobiado, exprimida, desde adentro.
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Una vez que 20 mil profesionales fueron expulsados de Petróleos de Venezuela (todavía no se ha estimado la cuantía económica, técnica, gerencial, sanitaria y humana de aquel momento infame en que Chávez, el inclemente demonio de la revolución bonita, soplando un pito, los despidió durante una cadena de radio y televisión); entonces comenzó el declive que no se ha detenido nunca. Ese día, el 7 de abril de 2002, Chávez dijo, entre otras mentiras, que en Venezuela había personas -citando al Bolívar de “moral y luces”- que, además de honradas eran técnicamente capaces de conducir a PDVSA, por lo que un plan de despidos masivos, no tendría consecuencias negativas para la operación petrolera.
Ya sabemos lo que pasó: PDVSA se llenó de incompetentes compañeritos; la PDVSA que “ahora es de todos” se convirtió en un centro neurálgico de corrupción, con Tarek El Aissami como su más alto líder y ejecutante; las capacidades técnicas se derrumbaron; se acabaron las inversiones en mantenimiento; la totalidad de los indicadores de siniestralidad laboral se dispararon (todavía los responsables de la tragedia de Amuay, en la que, hasta donde se sabe, murieron casi 60 personas, más de 180 resultaron heridas, y en la que fueron arrasadas alrededor de 1670 viviendas y, con ellas, las vidas de miles de personas, continúan sin castigo); todos esos factores se conjugaron (y otros, como la infatuada, perversa y siniestra decisión de hacer de PDVSA el núcleo de misiones y programas sociales -otro método de corrupción-) para alcanzar el estado actual de cosas, la de una enorme organización, desmoralizada, en la que hay miles de enchufados que cobran y no hacen nada, centenares de personas en reposo o eximidas de trabajar, sindicatos corrompidos y, como es público, dirigentes sindicales que llevan vidas de millonarios y están dedicados a los bodegones, la construcción, la compra de fincas, las importaciones y otros negocios.
Dicho esto, todavía hay que responder a la pregunta de por qué la promesa de aumentar la producción no logra hacerse afectiva. La respuesta, otra vez es multifactorial: porque hay capas enteras de gerentes y sujetos que toman decisiones, ignorantes, ineficientes e impunes: no importa lo que hagan, allí siguen; porque no están disponibles los insumos necesarios para producir; porque los servicios públicos no funcionan, especialmente el del suministro eléctrico, cuyas fallas afectan directamente a las operaciones petroleras; porque el estado general de las instalaciones es calamitoso, y no pueden ser sometidas a la presión que ocasionaría un aumento real de la producción; porque los trabajadores reciben salarios infames; porque en los centros operativos más importantes del país hay mafias actuando, mafias ladronas y contrabandistas de partes y repuestos, que tienen un mercado próximo y seguro en operadores y empresas petroleras en Colombia y Ecuador.
Paro esta lista aquí, que podría continuar a lo largo de muchas páginas más, pero es mi deber mencionar la otra nefasta consecuencia de la corrupción generalizada y sistémica: que el petróleo producido en Venezuela, es cada vez de peor calidad. Cargado de suciedad e impurezas: ocurre algo semejante a lo que ocurre con la gasolina para combustibles: contiene residuos y materiales indeseables, que crean problemas, a veces graves, de circulación por tuberías, durante el transporte y, por supuesto, en las etapas de procesamiento.
He leído que los montos de inversión sostenida que se requerirán para recuperar la industria y ponerla en funcionamiento, alcanzan cifras entre 50 y 60 millones de dólares, que habría que invertir en un tiempo de entre 5 y 8 años. ¿Quiénes se atreverán a una aventura como ésta, mientras Maduro y sus bandas continúan en el poder? Lo aseguro de forma rotunda: nadie. Nadie invertirá, ni siquiera China, cuando el cúmulo de factores adversos, los riesgos y la volatilidad política es tan alta.