Las personas que se fueron, alguna vez me lo comentaron; no quise creerles. Hablaban de apariciones que volvían aquella endeble frontera entre el mundo de los sueños y la realidad, una delgada pieza de tela que se rompía al contacto. Narraban cómo el pasado se volvía el único presente y el futuro se ahogaba entre los deseos de sanar, mientras la salud a cuentagotas se iba diluyendo.
No quise creer en aquellas sombras hasta que las vi por primera vez, saludándome desde las escaleras, acechándome justo enfrente de la puerta de mi habitación, moviéndose lentamente; en ese momento quedé petrificado. La adrenalina había causado que mis pobres y viejas extremidades se adormecieran de golpe, mientras mis labios perdían toda posibilidad de pronunciar palabras. De esa forma, aquellos espectros, uno a uno, fueron acercándose a mí, trastocando mi tranquilidad, sin que supiera con certeza por qué lo hacían, imaginándome la razón: mis días estaban contados.
De vez en cuando, aquellos difuminados espectros sonreían, o eso alcanzaba a ver a través de mi relativa ceguera; lo cierto es que cada vez se encontraban más cerca. En un primer momento, conquistaban espacios dentro de la casa, únicamente cobijados por la noche, después, fortalecidos por mi miedo, caminaban altivos a la luz del día, sin importarles siquiera un poco mis intentos por alejarles a través de iluminación artificial, rezos o malas palabras.
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La vida se deslizaba de mis manos frías, mientras mis ojos perdían el brillo; lo sabía porque así sentía la melancolía que se filtraba en mi espíritu, mientras más cerca se encontraban de mí aquellos seres, agrupados como si de una procesión se tratara. Extrañamente habían dejado de sonreír, al contrario, sus semblantes parecían tristes, como si de alguna forma le hubieran tomado cariño a mi compañía. Sus oscuros rostros reflejaban el sabor amargo de una despedida, sin que hubiera tiempo de decirme siquiera alguna palabra de consuelo.
Es difícil agotar la conversación sobre algo tan desconocido como la muerte. Temas de recurrente reflexión: aquel instante antes de perder la vida; aquello que ocurre después de ese último aliento.
Cómo dar veredicto sobre ello, si no hay testigo que corrobore lo que se siente al morir, que pueda dar certeza si existe el anhelado “después”: cielo, infierno, purgatorio, o simplemente queda el perpetuo silencio, como una verdad que nos libera o nos sume en el agobio.
Sólo podemos hacer lo que siempre hemos hecho como humanidad, imaginar, reflexionar sobre lo que tenemos a la mano, crear escenarios de lo que podría ser; buscar desde la ficción o la ciencia, aquellas respuestas que mejor nos satisfagan.
El último aliento
Aquel último suspiro, que algunos le llaman “alma”, cuentan que pesa 21 gramos, porque precisamente esa es la diferencia entre nuestro cuerpo vivo y nuestro cuerpo cuando estamos muertos. Cuando la luz se va de nuestros ojos, ese último aliento queda varado en la eternidad y nuestro cuerpo inerte inicia un viaje para volverse parte del todo. Los gusanos aprovechan, convirtiendo la carne en un festín; sólo quedan los huesos como recordatorio de lo que fuimos alguna vez.
Dejando de lado que cada cultura y religión tienen historias para definir lo que ocurre cuando morimos, así como aquel lugar reservado para nuestra alma después de liberarse de la carne que le mantenía sujeta, podemos decir que versan tres escenarios recurrentes: el descanso eterno, la pena perpetua y la reencarnación.
Pero, ¿qué es lo que pensamos antes de morir?, quizás hacemos un recuento de lo que vivimos, mientras convertimos el pasado en guía de nuestra endeble lucidez, recordando la persona que fuimos; los viejos amores que saboreamos dulces, todavía; la melodía que nos conmine a sonreír gustosos del final; o revivimos aquello que tristemente nos recuerde lo que, por miedo o desidia no pudimos hacer.
Salvaje costumbre
Cuando la luz se va, quizá sólo queden las sombras de lo que fuimos, espejismos del ayer luchando por sobrevivir un momento más; historias que cuentan de nosotros, entre huecos y descalabros; atisbos de nuestra vida plasmados sobre bronce o latón; así como un entierro que me recuerda a Jaime Sabines y su famoso poema:
“¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra!, es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir”.
Vaya que tenemos costumbres salvajes los vivos, de sepultar palada tras palada a quienes ya no pueden defenderse. Y, por si fuera poco meterles en un ataúd de madera tres metros bajo tierra, aprovechamos para cubrirles con pesadas losas de piedra, marcadas con monolitos sobre los que escribimos semblanzas sin autorización, que inmortalizan la condena eterna.