La decisión de Claudia Sheinbaum para incorporar a Alejandro Encinas y a Olga Sánchez Cordero a su equipo de precampaña presidencial abrió enigmas diversos, pero confirmó la certeza de que Andrés Manuel López Obrador no tiene reparo alguno en maltratar a sus aliados, aun si lo apoyaron en etapas críticas, si con ello alcanza sus objetivos, sean cuales sean.
Testimonios recogidos durante años por este columnista dan cuenta de los dramáticos contrastes en el trato de López Obrador hacia sus colaboradores. Por un lado, hay casos de ejecuciones políticas sumarias, apenas matizadas en una mañanera. Por otro, apegos profundos, de abierta complicidad del Presidente con múltiples personajes, especialmente aquellos que lo acompañaron a él o sus hijos durante las batallas iniciales en el solar tabasqueño.
Es frecuente que el mandatario reciba en sus oficinas a funcionarios con puestos de cuarto o quinto nivel con los que ha guardado amistad, quienes contra toda normativa, le arrancan acuerdos para nombramientos, proyectos o presupuestos, que derivan en la pesadilla de secretarios de Estado cuando son enterados mediante una simple orden verbal.
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La caída de Encinas Rodríguez representa el clavo final en las intenciones de esclarecer episodios de atropellos históricos contra los derechos humanos, no sólo en el caso Ayotzinapa. Primero en 2019 y luego en 2022, el reconocido dirigente de izquierdas comprometió justicia ante eventos de esta naturaleza registrados entre 1965 y 1990, lo que abarca desde la llamada “guerra sucia” hasta el homicidio selectivo contra líderes del Partido de Revolución Democrática (PRD).
Encinas se atoró desde la primera etapa, en especial cuando topó con las fuerzas armadas, que ya habían descarrilado las indagatorias bajo el gobierno Peña Nieto, durante el cual se destituyó a Jesús Murillo Karam, quien investigó el caso Ayotzinapa sólo cinco meses y ofreció un balance de “verdad histórica” que hasta la fecha, nueve años después, no ha sido rebatida. Murillo fue encarcelado -con una salud quebrantada en extremo- a la luz de un expediente que López Obrador sepultó cuando puso a salvo el rol del ejército en los hechos. Eso supone un cerrojo a otros episodios de represión, incluso de lesa humanidad, en los que también se involucra a efectivos militares.
Encinas ha dado mil batallas en la izquierda desde los años 70. Fue funcionario del gobierno de la ciudad de México con Cuauhtémoc Cárdenas y con López Obrador, incluso gobernante interino de la capital (agosto 2005-diciembre 2006) durante la turbulenta primera campaña presidencial del tabasqueño. Fue el artífice de la Asamblea Constituyente para darle una Constitución a la ciudad. Hoy no se sabe si Claudia Sheinbaum evitó con su invitación la renuncia de Encinas por mínima dignidad que parecía inminente, o se trató de un gesto político a riesgo de perturbar al Presidente.
Olga Sánchez Cordero carece de cartas credenciales en la izquierda, como no sean hechos aislados durante el movimiento estudiantil de 1968. Su evolución fue arropada por una familia acomodada, con una próspera notaría pública en la exclusiva zona de las Lomas de Chapultepec. Hizo carrera judicial y arribó al cargo de ministra como la novena mujer en la historia del Poder Judicial de la Federación. El mismo que no le ha merecido una sola palabra de solidaridad ante el acoso al que ha estado sometido durante los cinco años que acumula el presente gobierno.
En 2018, tras el triunfo presidencial de López Obrador, Sánchez Cordero le pidió ser senadora, subyugada por la experiencia de haberse desempeñado brevemente como legisladora en la referida Asamblea Constituyente de 2016. Sin esperarlo, arribó como la primera secretaria de Gobernación. Desde antes de asumir chocó ruidosamente con Julio Scherer Ibarra, el poderoso consejero jurídico de Palacio. Scherer ha sostenido una muy larga amistad con Claudia Sheinbaum. La llegada de la exministra no puede simbolizar más que una afrenta dictada contra aquél por el propio López Obrador.
Apuntes: Hay una paradoja en la reunión de mandatarios latinoamericanos convocada por el presidente López Obrador en su entrañable Palenque con el propósito expreso de enfrentar la ola migratoria en la región: las cabezas de varios de esos gobiernos (Venezuela, Nicaragua, Cuba) son responsables directas de la diáspora de sus ciudadanos a causa de la violencia criminal, la falta de oportunidades, el hambre… El mandatario se siente evidentemente cómodo al tratar con autócratas, pero las dictaduras nunca han servido para resolver problemas sociales; lo suyo es agravarlos. Y para colmo, varios de sus amigos le fallaron, como el sátrapa Daniel Ortega.