En recuerdo al profesor Pedro Zazueta, quien se entregó a las Islas Marías, y ellas a él.
El 28 de diciembre me embarqué en el antiguo Peng Xing, ahora propiedad de la Secretaría de la Marina, y renombrado como Islas Marías I. Desde que supe que el antiguo penal, conocido alguna vez como el ‘infierno del pacífico’, sería un centro turístico abierto al público, no pude contener las ansias de visitarlo.
El archipiélago lo adquirió Porfirio Díaz por 150 mil pesos en 1905 a la familia Carpena, comerciantes de Tepic que explotaban la sal. Ese mismo año, el gobierno estableció en la Isla María Madre una Colonia Penal Federal, a 130 kilómetros de distancia del puerto más cercano, San Blas, y protegida por más de 21 especies de tiburón y otras 10 de rayas: verdaderos muros de agua, como los bautizó José Revueltas.
El ferry navegó poco más de cuatro horas entre Mazatlán hasta Islas Marías, muy alejado de las 14 que antes hacían los que se trasladaban desde ‘el continente’ en buques de la Marina, sentados en los pisos o agrupados en los rincones. El recorrido fue apacible, de mar generoso, con tortugas y peces que salían a flote a saludar de vez en cuando.
Éramos apenas el segundo grupo que llegaba de visita. El anterior, de hacía una semana, tuvo apenas poco más de 40 visitantes inaugurales. Ahora superábamos los cien. Había todo tipo de personas: gente curiosa, como el que escribe, y sobre todo personas que, por algún motivo u otro, tenían una historia con la que ahora venían a reencontrarse.
Entre ellos estaba mi cuñada y su hermano, ambos hijos de quien fuera el Director de la escuela primaria de Islas Marías: el profesor Pedro Zazueta. Ella vivió 12 años ahí, y me contó cómo había cambiado el paisaje desde su último adiós, con la vista que ahora se ofrecía al turismo. Las calles hoy pavimentadas en contraste con los antiguos empedrados, las casas donde antes hubo residentes, ahora lotes baldíos, y la pulcritud del cuidado que hoy ofrecen los marinos, en comparación a los bullicios que antes conformaban la vida diaria de los colonos.
Personas que ahí crecieron en la niñez, hijos de personas recluidas en algún momento, una señora cuyo padre fue el único reo en escapar con éxito de las Islas (recapturado meses después), ex trabajadores, en fin: un vendaval de recuerdos que venían a saludar al pasado. Para algunos fue más grato que para otros. Les emocionaba regresar a la Isla, pero les desilusionaba que la ‘esencia’ que dio vida a los últimos años en la convivencia de los colonos, mucho antes de que fuera convertido en el centro penitenciario que impuso el ex presidente Calderón, se evaporó.
Visitar Islas Marías es una experiencia que bien vale la pena. Para los primerizos, adentrarnos a esos espacios con parvadas de loros volando en libertad, con iguanas negras inmensas por doquier, conejos que se aparecen por las veredas, lo cristalino de la mar en las playas vírgenes de la costa, y las imponentes vistas desde los arrecifes con las que se despide al sol, valen por sí mismo el espectáculo.
Lo es también para recordar cómo los seres humanos somos capaces de infringir a otros sufrimientos crueles e inimaginables. Tratos de hace poco menos de un siglo que iban desde la lobera, un dispositivo individual hierro en donde se encerraba a la persona desnuda frente a las brasas del sol ardiente, hasta los trabajos forzados en las caleras y saleras. Pero también los más modernos, como cuando se hizo una prisión de máxima seguridad en otro extremo de la isla, en condiciones infrahumanas que llevaron, a la postre, al motín de 2013.
Es de reconocerle al presidente López Obrador, al Almirante José Rafael Ojeda, y a la secretaria Alejandra Frausto los trabajos para que los mexicanos podamos visitar este lugar en el pacífico. Sobre todo, mi reconocimiento a todos los oficiales de la Armada que, desde el ferry, la comida, los traslados, y los paseos, hicieron de la visita un recuerdo inolvidable.