RELACIONES MATERNALES

Un conflicto entre madre e hija

¿Cómo explicar la rabia que sentía contra su hija? ¿cómo explicar tantas veces en que su odio era como un puñal sediento de venganza?. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Se dice casi fácil: conflicto. Lo más probable es que en demasiadas ocasiones sea un eufemismo. Si una dijera: el abismo entre una madre y una hija, correría el riesgo de rozar un tema prohibido. No nos gusta hablar de catástrofes que comenzaron en la infancia, que fueron creciendo, que no sabemos con detalle cuándo tuvieron lugar o en qué consistieron. Están más allá de lo aprehensible. La memoria es traidora. Nos empeñamos en buscar un día, una hora que haya marcado la debacle, como si pudiéramos detenernos, desglosar el anecdotario y decir: "aquí fue". "Eran las diez de la mañana de un fin de semana de verano en los trópicos", o "era la media noche en una ciudad nevada tan al norte que a esas horas es de día". "Entonces, ella -la madre- dijo". "Después, ella -la hija- dijo". 

En los comienzos no fue una historia de pares. En los comienzos era solo la madre quien decía. Con las palabras y con el cuerpo. La hija era algo muy parecido a una esponjita. Demandante, sin duda, dependiente y hambrienta de muy diversas hambres. Tanta demanda perturba. Desquicia. Se puede entender. La madre era una mujer con una vida que tal vez para esas épocas ya le gustaba muy poco. Las hijas son un recipiente en donde las madres colocan tantos dolores, sufrimientos, expectativas, ambivalencias. La hija, supongo que allí en su cuna, deseaba ser el centro del mundo. Así van les bebés. Eso esperan. La desilusión es larga. La hija y la distancia van creciendo. Y luego el padre trenzó una cuerda con nudos marineros entre su adoración por su propia madre y su adoración por la niña. Se saltaba a alguien, es cierto, a alguien indispensable dejaba fuera de la ecuación sin darse cuenta. ¿O sí se daba cuenta? 

No vamos a hablar por ahora de los dolores del padre. Sus silencios, su soledad infinita. La tan comprensible furia de una mujer adulta que se siente descartada, ignorada en beneficio de una rival con babero. Más las otras: las rivales adultas. Ni de las deudas que ya en su vejez le cobraron al padre enfermo quien se asumía indigno y culpable pero nunca entendió bien de qué. La rival con babero fue creciendo y compitió, por supuesto, por la mirada de ese padre. A las alturas de la adolescencia la ferocidad era más que reconocible. ¿Cuándo comenzó? ¿Hubo hechos específicos que fueran marcando el hondo estallido al que llegaría esa familia? Tal vez no es el punto: uno, dos, tres "sucesos traumáticos". Aunque los hubiera. Tal vez "el punto" está hecho de decenas de miles de puntos, de cotidianas e infinitisimales violencias. Escribo "infinitesimales" porque suelen estar tan naturalizadas. Tantos "ininitesimales" desamparos.

Por años y años la hija trata de entender: la infancia de la madre, su familia, la rigidez del abuelo, la abuela siempre enferma con un inabarcable abanico de males. "Fue una víctima del autoritarismo, de la misoginia, de su época". Pensó que la entendía sobre todo cuando para alivio de ambas, ya no tuvieron que vivir juntas. Pero la distancia y el malentendido aumentaban con un mero asunto de edades y sus consecuencias: la hija se fugaba y elegía más y más la vida que quería, la madre sentía que se alejaba más y más de la vida que hubiera querido. Lo que nos da por llamar: inversamente proporcional. La madre deseaba otra vida, pero la esperaba sin costos, sin rupturas, sin duelos. Sin renuncias. Como si al elegir se pudiera solo sumar. No se movió de lugar. No se arriesgó y la cotidianidad se convirtió en un mar de amarguras de las cuales todes alrededor eran culpables. Que siempre les culpables sean les otres mientras se nada en la propia perfección es un boomerang de los más peligrosos. 

¿Cómo explicar la rabia que sentía contra su hija? ¿cómo explicar tantas veces en que su odio era como un puñal sediento de venganza? "No puede ser", decimos. "Una madre jamás odiaría a su hija. Una madre solo ama, pero a veces se equivoca". Lo repetimos como mantra aunque sepamos muy bien que la realidad nos ofrece cantidad de pruebas de lo contrario. Si el desamor materno es casi inadmisible, el odio lo es más. Pero los años pasan y la ferocidad trae sus consecuencias. Las familias construidas sobre arenas movedizas estallan de malas o peores maneras. Estallan como las ollas express que ya no resistieron la presión. Tanta negación, tantos silencios, tantas palabras dañinas y muy de más. La madre por primera vez le pregunta a la hija "¿qué sucedió?" Se refiere a los hermanos. Las dimensiones del daño que podría haberle hecho a los hermanos? Terrible como pregunta. 

La madre pregunta y la hija no sabe qué responderle, ¿cómo se responde en el lugar de otra persona?. La madre pregunta por les hermanes de la hija que la escucha: "¿qué les hice? ¿por qué están mal? ¿por qué no están cerca? ¿qué les hice?" Está desesperada la madre. A la hija que la escucha no le pregunta nada. No hay lugar para las dos. Alguien tiene que desaparecer para que la madre exista. La madre no le pregunta nada y tampoco le parece ni remotamente extraño no preguntar. Tiembla ante el dolor de la madre. Como en la infancia, como en la adolescencia cuando su dolor lo arrasaba todo. Cuando su furia hundía la esperanza. Tiembla como estos últimos años cada vez que la madre le dice: "yo me voy a morir y tú vas a seguir viva" y lo dice como si fuera imperdonable que una hija viva más allá de la vida de su madre, como si sobreviviéndola la hija le infligiera la peor de las traiciones. La hija cuelga. Por "accidente" quiebra un plato. Recoge los pedacitos. Por unos días se vive tan rota como ese vaso. En pedacitos.